sábado, 26 de septiembre de 2009

LA CASA EXTRAVIADA


Por Alberto Ferrer

Durante todos estos años había buscado hasta el cansancio aquella casa de mi infancia, ese hogar cálido y apacible coronado de crisálidas y luciérnagas, que ahora en algún lugar solo y sin memoria espera mi llegar. 
Aquella tarde que abandoné mí torre de marfil sepulté todos mis juguetes bajo el árbol antes de la caída del sol. Carola, mi hermana, arrancó con violencia todas las flores del jardín, vistió de luto a sus muñecas y tomados de la mano abandonamos aquel nido convencidos de que toda nuestra niñez se convertía de pronto en astillas, en retazos de una sonrisa vertical partida por la mitad. 
La casa actual resiste como puede las puñaladas del tiempo y la habito durante el tiempo, siempre breve, de mis visitas al pueblo. Hay algo que me impide echar abajo aquellas viejas paredes de adobe  y dejar que la naturaleza tome el espacio que ahora ocupaban esas cuatro paredes a punto de desmoronarse. Mi estancia en aquellas habitaciones transmite calor al espíritu derrotado de la casa y tal vez con mi lectura solitaria en voz alta, a medianoche despierto algún fantasma. Por las noches suelo asomarme al jardín y sentado en una vieja hamaca fumo un cigarrillo y miro al cielo. Saludo a las constelaciones mientras los murciélagos van y vienen, atrapando insectos, entre las copas de los árboles y el tejado de la casona. Sé que la casa se muere, que hace aguas por todos lados, que un día se vendrá abajo y todo habrá terminado, pero algo en su interior me dice que eso no va a suceder así, que no puede ser así, que aquel lugar no desaparecerá porque muchas raíces lo mantienen vivo.

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