jueves, 30 de junio de 2011

MIRADA CRISTAL

Buscan ejemplares reflejos de cristales de cuarzo
Incrustados en tierras de diferentes ritos.
Hombres estupidizados, de rondas meditabundas,
Mujeres asoladas en casas de tecnológico barro.
Burgueses de la energía,
Ríe la naturaleza de una tierra que llora.
Encerrada en mantras monetarios.
La babosa se convierte en caracol.
La comunidad se funde en amasijos de epidermis hedionda,
No confunden la moral verde de un viejo árbol,
Con la estreñida voluntad de un angelito degollado.
Sacrificio de roja energía sucumbe al esconderse el sol.
Gritos, tierra, soledad grupal.
Peregrinan mitos populares, resucitados por deseos lujuriosamente humanos.
¡Saludo al sol!
Gritaron ensalivándose el chakra emergente de un leproso plexo solar.
Angelito con desnutrida aura, vuela sobre la ecología de un hombre muerto.
Lo ignora su ecosistema de nombres inspirados en nativas vibraciones de verdadero amor.
Pacha Mama.
Giran sus ying yang al suelo observando el hermetismo de una mira cristal.
Agrietada mirada.
Aquellos mantras pasaron rebanándoles las alas.
El banquete se desperdicio en vegetarianas ideas.
Murió de hambre, nadie le dijo que hermosa mirada cristal.

Mauro Cuello


sábado, 25 de junio de 2011

LA TENUE PERCEPCIÓN QUE ANTECEDE AL GOCE

Por: Marcos Freites 

En silencio. Algunas de las mejores escenas de la vida transcurren sin palabras. Una sombra se desliza con suavidad a través de las cortinas raídas, repta entre las cajas donde guardo la ropa de invierno y un instante antes que la gata se abalance sobre ella, se sumerge en la botella de vino que destapada yace sobre la mesa. Una mancha de sangre esparcida en la ruta desierta, bajo el sol de enero. Un tambor oxidado derrama un líquido verdoso junto a los geranios bajo los cuáles yace enterrado el caniche bichón frisé de mi primera mujer.



El silencio permite que los cuerpos, las cosas inertes, las percepciones ejerzan el diálogo. Mientras permanecemos callados, lo que nos rodea, eso que nos circunda, revela parte de su misterio, moviéndose con lentitud, anhelando la suspensión del tiempo mortal.
Hay una chica en algún sitio que dibuja este silencio corpóreo que me invita  a buscarla en la trama dudosa de un sueño, donde ella cree que yo soy un fantasma inventado por la torpe memoria del alcohol, y pese a su temor, crezco en torno a su cuerpo, hasta volverme un anciano amigable. Es entonces cuando se figura que salgo a beber con ella, hablamos con los ojos, graduando las miradas, deseosos que las horas se alarguen, para recordarnos, para reencontrarnos poco a poco frente a la luz cansada de la noche.
Hay un ventanal abierto hacia el otoño, por donde observo aquello que atravesando el desgano, logra, sin embargo, persistir hasta convertirse en luz devolviendo al presente todo lo que creía extraviado. Un repertorio de formas  donde habita todo lo efímero, lo que fui o pude ser en el aullido de las horas.
La chica repite su rutina, su cotidiana deriva  a través de bares donde se bebe hasta la madrugada, donde nos vemos sin hablarnos, acercándonos sigilosamente sin quitarnos los ojos, tal vez huyendo de nosotros mismos o ilusionándonos con que estos rostros no sean más que máscaras dispuestas a caer o alentando la esperanza de encontrar a Jesús en semana santa.
La noche siempre termina por arrebatarnos. Ella se disuelve en el rostro de otras mujeres para reaparecer como un molesto espectro al que ignoro, al que espanto con nombres imposibles.
Mientras la chica continúe su ritual, el relato prosigue, sin sobresaltos, sugiriendo más de lo que muestra, trascurriendo silenciosamente hasta que uno de los dos se disuelva con la sensación de que unas manos ajenas persisten en el atisbo de una caricia, con la leve impresión de que algo avanza subrepticiamente hasta derramarse en el presagio del silencio.
A lo largo de días, semanas, reinará una aparente quietud, donde parece que nada sucede. Solo parece. Ella dibuja una hoja flotando en el estanque sin levantar el lápiz. Ella busca en la claridad del plato recién servido la luz de otros días donde corríamos para asegurarnos un lugar en el final de la noche. Entonces sueña que otra chica se mete en nuestra cama y con los ojos medio cerrados me mira dormir, mientras con la punta de sus dedos roza mis labios.
Una mañana hay perros ladrando frente a la ventana, hacia el mediodía ella se enoja, decide alejarse, ser otra chica, pero al caer la noche pese a nuestra voluntad, nos hallamos dudando acerca de todo, al menos eso creemos hacer al dispararnos miradas punzantes a una prudente distancia.
En estos desencuentros, en este extrañarse, un sollozo nos visita, y es apenas una ligera percepción de tristeza en un relato donde no habrá grandes hechos.
Apenas unos leves sucesos alumbrados por la luz tenue de los sentidos que se aferran al eterno principio de las cosas, develando una sonrisa recortada al borde del llanto, una mano pequeña que se alza para dejar ver otra mano, más pequeña aún, un aroma a naranjas esparciéndose a través del pasillo de la casa en penumbras, el gemido de ella resonando en el silencio del dormitorio, la luz líquida sobre la que se baña el deseo perverso de morir haciendo el amor, estos ojos que se separan de si mismos y pueden contemplarse desde lejos.
Todo lo que no sostiene es la permanencia de lo sensual, la contemplación de un goce que nos excede, que nadie puede tocar, porque para eso no hay manos posibles.
No es posible poseer.
No son de nadie las palabras que quiso pronunciar la noche antes de dar paso a una claridad temblorosa en que ella o la chica, a esta altura del relato se confunden, cree reunirse conmigo. Cree abrazarme mientras nos extraviamos en la profundidad de los espejos. Acaso en este punto debería terminar el relato. La chica se ha acercado demasiado y todo lo que sostuvimos se derrumba junto al tiempo, mientras hacemos gestos inútiles ante el páramo que acabamos de abrir.
La chica dentro de los espejos intenta nombrarme, como si el acto de romper el silencio pudiera quitar esta efervescencia que nos habita, pero una lluvia luminosa se desata impidiendo la comunicación.
A través de la transparencia del día salimos. Ella me mira huir por una calle llena de escombros, escucha el ruido fantasmal de los coches, el estrépito de las gotas agujereando el pavimento, luego se figura que la beso rozando con suavidad sus labios entreabiertos. En ese instante, abandono la escena para siempre, y frente a un espejo en movimiento permanezco con la cabeza encharcada de visiones, fuera de un relato donde ella, la chica, son apenas la tenue percepción que antecede al goce. 
Pintura: Kazimir Malevich. Presentimiento Complejo: Mitad de una figura en una camiseta amarilla (1932)

domingo, 19 de junio de 2011

ABRIRÁS TU CUERPO AL VIENTO


                                               Por: Ayelén Pilmayken 
Mamá, el útero es un pequeño cuarto. Un cuarto, cuyas puertas dan al río. Un sitio oscuro donde sueño con peces. Y veo, monstruos.
Me asusto, me arranco el cordón umbilical y escribo con sangre tu nombre: mamá.
Es verdad que los niños al igual que los muertos al sol, poco duran. Ni siquiera las sombras permanecen lo suficiente.
Veo un montón de perros extraviados olfateando en torno al cuerpo recién ultrajado. Veo moscas, unas nubes gruesas que atraviesan con dificultad el cielo. Espantapájaros incendiados.
Entrecortadas caen las lágrimas y lo único que ves, es lo que ya no está. El reposo de la sangre tras el sacrificio. Los cuerpos sobre la orilla, incapaces de advertir, lo que les espera. El aguijón dispuesto a atravesar la blanda membrana.
Mamá, mis días ya han sido disueltos. No habrá útero que contenga el polvo, y lejos de mí, libre de mí, abrirás tu cuerpo al viento.

miércoles, 15 de junio de 2011

MARIELA

Por Bruno Osella

Los días con Mariela tienen eso al despertar de casa fría y lecho tibio. Ése portazo en algún lado resonando una milésima de segundo después (siempre parece que es después) que termina de levantarme las persianas, y Mariela que duerme a mi lado aún sin yo saberla del todo…
Los primeros paneos de pantalla repasando todo el cuarto parecen despertar una especie de mecanismo combativo contra la vigilia en la piel. Se estiran y entierran las raíces del cuerpo al colchón, la nariz palpa como asomando su propia nariz fuera de la madriguera el azul del aire helado, y nada podemos hacer contra tales adversidades y tamaña fuerza del cansancio…
La conciencia ha bostezado y estirado el brazo más allá de la ventana con cara de quien consulta a oscuras un reloj de pared (…) Ésos días tienen eso de que siempre es tarde. Vuela a trancos el tiempo mientras intento cortar las sogas repletas del musgo de toda la noche anterior. Niego sentir a Mariela acostada en mi pecho, tan limpia y tibia cuando duerme y me enrolla entre los brazos, tan bella en el sueño, en su ausencia de avistaje de las cosas…
Los días con ella tienen eso de no recordar que está más que en el cuerpo, de negarla y salir de un salto de la cama antes que despierte, cantando alto como para despertarla o para no oír el memoránum del cuerpo que me cuenta que ha amanecido a mi lado…
Son días de buen prólogo. La música y el mate acompañando el letargo dentro de alguna lectura, algo que me distraiga del saber, de la cruda conciencia de mi cuerpo, de Mariela estirando los brazos en el cuarto, dibujándose a fuerza de roces torpes en el espacio ondulante y opaco del sonido…
Y sólo basta con que ella entre al baño para que ésos días tomen su curso, abrir con un susurro la puerta y acomodarse las crines con ojos ausentes, aguardando…
Lo que hacen mis pasos es obvio. Horneo alguna excusa consciente como la de remojarnos ésa cara cansada, “che, debo dar asco…”
Aún sin verla, sin saberla, comienza el día a sucederse a intervalos. Los dedos largos y agudos del espejo me tocan la cara con frialdad de hoja de puñal atravesándome la estima, me llenan de pústulas e insectos los ojos, la boca y el pelo… y apenas si comienzo a ver los contornos titilantes de su mentón en mi hombro. Ése encogerse de mi vientre bien pueden ser las enredaderas suaves que me enrollaban en la cama, sus brazos desde atrás sujetándome con ternura… Comienzo a comprender que está ahí, asoma un ojo acobardado la conciencia por el resquicio abierto de la puerta, la entrabre un poco más y vislumbra con resignación de mártir la verdad que se frota las manos…
Ésos días se suceden entre asaltos porque logro efímeros escapes. Corro rápido a los discos y al mate y adentro del libro, transpirando el sudor frío que me dejan en la espalda los abrazos de Mariela. Y suena la campana y ya de nuevo a la excusa y al baño y a las pústulas y a Mariela y al descanso en un segundo de los párpados, como entregándome a la inexorable dosis de Mariela que tienen días como ésos…
Y se hace tarde…
Cuando por encima de mi hombro ya veo brillar vidriosos sus ojos, toda ella se figura en los planos de la realidad. Su corto camisón de seda, sus senos suavemente colocados en mi espalda, los brazos enredados, las piernas desnudas abriendo zurcos intercalados con las mías desde atrás, el leve vaho espeso y caliente apoyándose en mi cuello… Sé que ahí está su boca. Siento a Mariela, la veo en el espejo y siento el amor de Mariela, sus ojos de musa triste reflejados en ése cuadrilátero de vidrio que ya sólo es un charco en la pared devolviéndonos los semblantes tenues que tenemos cuando estamos juntos…
Apenas si volteo y me junto con sus labios en un beso triste, un beso húmedo como de estación de tren, un beso con sabor a mar y a café frío…
Suelo alejarme de pronto, aturdido, la olvido un rato sóla y llorando en un rincón del baño, agazapada entre sus rodillas, hermosa y empequeñecida como es Mariela cuando llora…
Quedo vagando por la casa con gracia de fantasma, quedo ciego y turbio en los quehaceres…
Ésos días son días de sombras largas, días presumiendo góticos arquitectos que erigen sus catedrales por mi barrio. Son días de grises y penumbras, de esa sensación en la boca del estómago que suelo confundir con el hambre o la acidez o el amor. Son días de falta, cuando deambula por la casa Mariela todo falta a sus lugares, las cosas entorpecen mi labor de interactor porque faltan al armónico deber que poseen el resto de los días: a funcionar o siquiera a vestir un nombre. Generalmente acabo postrado en la mesa como un vegetal, apenas si entregado al movimiento de un lápiz que traza líneas para acá y para allá sobre un vientre blanco, mientras la observo… La miro caminar apagada y despierta, una antítesis de lo sonámbulo, con una porción breve de ella aún el territorio de los sueños. Intento dibujar a Mariela sin calco, captar su centro trazando los caminos aleatorios que hace por la casa. Intento como buscando en su esencia angelical respuestas, como si toda ella y su inocencia y su dolor del más hondo fueran estigmas de una media existencia, de un semi-acontecer en lo divino…
Ella camina y yo escarbo en la hoja los destellos de su andar, busco el lugar luminoso, edénico, busco la absoluta libertad en sus pasos ausentes ahora que no hay salida, ahora que todo el día será uno de ésos días, y todo en derredor se ha transformado en un paraje tan triste y hermoso como Mariela…
Foto de Luny Villafáñe.