jueves, 27 de octubre de 2011

UN JUEGO DE PERDEDORES

Por Marcos Freites
                                A Matías, por atravesar las puertas del abismo con una sonrisa.
1
Estaba tras los pasos de una mujer, con la que en cierto modo nos habíamos querido. Una hija del goce, contaminada por los pinchazos de la locura, fatalmente hermosa. La primera vez nos amamos en el piso de un calabozo. Ambos fuimos encarcelados por iniciar la resistencia. Sus ojos me provocaban a veces placer, otras rabia. No era la mirada, lo que me irritaba, sino esos ojos que parecían muertos. Unos ojos fríos que conspiraban contra el paso del tiempo. Aquella tarde habían estado esos ojos, todo el tiempo observándome. Eso lo advertí después cuando me acerqué al mesón, y pedí otro vaso de vino. Entonces la vi parada allí junto a la pecera, donde un bagrecito gris flotaba a la deriva. Quise sonreírle pero los músculos de la cara se me habían endurecido. Arranqué con mucho esfuerzo mis ojos de sus ojos, maldiciéndolos, jurando que la próxima vez que los tuviera al alcance no dudaría en arrancárselos. Pensé en el camino que me había traído al mesón, en la cara de los hombres que iniciaban el éxodo a los bosques del norte, en la infinidad de ojos dispersos en la oscuridad pegajosa, y un pensamiento entre todos los pensamientos me irritó. Mire hacia donde estaba ella, temiendo que se hubiese esfumado, que con su desaparición me condenara a vivir eternamente en la incertidumbre de haber estado ante una aparición, como aquella vez junto al espigón cuando su presencia me dejó aturdido.
 
Ella seguía parada en el mismo lugar. Decidí acercarme. Ella permaneció con los ojos fijos en un punto, como si solo pudiera existir en la inmovilidad. Miré sus piernas tensas, clavadas al piso donde las manchas de licor derramado, comenzaban a volverse grotescas bajo la luz opaca, macilenta. Una lumbre helada que congelaba los huesos. Recorrí su cuerpo con mis ojos, me detuve en el cinturón luminoso, en la chapa metálica que pendía de su chaqueta oscura. Busqué en mi memoria algo que me permitiera hurgar en su interior sin ser visto, pero solo hallé la imagen de un blíster de pastillas  hundiéndose en un charco, en medio de la calle
2
Drogado  con las manos entre la cabeza había estado toda la tarde, solo y sin amigos, contemplando desde la ventana al sol moverse poco a poco a través de las frondas espesas de los paraísos que hay en el patio de la casa, pensando “ Elixicor, elixicor, elixicor ” y preguntándome que iba a hacer sin pastillas, eso y nada más: ¿ Que voy a hacer sin vos, Elixicor?”, y de pronto se hizo de noche, entonces me masturbé pensando en una compañera,  y me dormí convencido de que en medio del sueño, Elixicor, la rosa mística de la paranoia acudiría a cobijarme entre sus brazos fofos de luna podrida.
En el sueño distinguí la figura del asesino de gatos recortada por la luz mortecina de las farolas del jardín. Tenía los hombros anchos, músculos firmes, caminaba cómo un príncipe, su piel era blanca y suave. Detrás de él, estaba la mujer. Vestía sólo una túnica roja. Su pelo suelto era una llamarada. Soplaba el crepúsculo un hálito de menta. El columpio se movía agitado por la brisa nocturna. En el umbral de la puerta el agua estaba estancada. El asesino de gatos me miraba amenazante con los ojos completamente abiertos, la cara contraída por un fuerte espasmo. La mujer permanecía inmóvil, erguida en un asiento de madera humedecido por el rocío, las rodillas muy juntas y el cuerpo rígido. Daba la sensación de estar poseída por una fuerza oculta, abismada en una cosmogonía lejana.
Me desperté con un dolor de cabeza venenoso, fui hasta el baño, observé mi  cuerpo desnudo, sólo pude ver los efectos provocados por la falta de Elixicor. Todo era tan insoportable sin pastillas que empujaran hacia al fondo, el único lugar donde podía respirar. Después de darme una ducha, preparé café y me senté en el patio a desayunar. Luego volví a la habitación, y comencé a acomodar deprisa mis cosas en una mochila, creí que tenía sanguijuelas en mis zapatos deshechos de polvo, y esa era una señal de que debía salir cuanto antes a la carretera para reencontrarme con el sol. Mamá tal vez aún permanecía escondida oculta en el placard desde la noche anterior cuando toda la familia jugó a la escondida. Papá roncaba en el sillón frente al televisor sintonizado en un canal muerto. En el cuarto de al lado mi hermano y su novia dormían exhaustos luego de una ardiente noche plagada de sexo y alcohol. Fuera, los árboles tenían un aspecto misterioso cómo si alguien invisible para mis ojos anduviera brincando de rama en rama.
Entonces  Annabella entró en mi habitación con un antifaz, soltó una risita cómplice, sus pequeños dientecitos brillaron a través de los labios entreabiertos. Después de saludarme efusivamente con un beso en la mejilla me preguntó:
-¿Adónde vas? Me parece que hoy no es un buen día para ir a ningún lado.
La miré sin decir nada, luego me dejé caer pesadamente sobre la cama y  encendí un cigarrillo. Ella permaneció de pie contemplándome, mordiéndose los labios, apretando con fuerzas el espaldar de la cama. Alguien golpeó la puerta. Ella instantáneamente abrió. Entonces apareció un tipo corpulento, con un lunar en la mejilla. Saludó con un beso en la boca a la chica. Me miró  fijamente, como queriendo hacerme trizas con su mirada. Me pareció reconocer ese rostro. Se acercó hasta donde yo estaba, me alargó su mano gorda y velluda. Después de saludarnos, todos guardamos silencio durante un largo instante. Traté de pensar en el lugar en que lo había visto antes,  pero no hubo conexión.
Disculpen, dije levantándome, antes que ella me explicara de donde nos conocíamos. Tal vez nos conocíamos del instituto de aspirantes. Tiempos del pelo corto, de la pulcritud, de la obediencia  y la disciplina. En honor a la verdad  fueron dos semanas apenas, a la tercera me mandaron de vuelta a casa con un diagnóstico que hasta hoy, supongo debe ser el mismo: maniaco-depresivo. Era sorprendente aquellos días como me iba del exceso de amor a la falta de total, de los elogios a la hipercrítica.
Salí a la calle por la puerta trasera. La mañana me miraba con un dejo de bondad. El sol esparcía su fuego sobre la tierra húmeda recién arada. Empecé a caminar, preguntándome que haría sin Elixicor, convencido de que sólo esa maldita pastilla podía rescatarme de la diabólica irrealidad en la que vivía y llevarme a escribir algo que justificara mi existencia. Dejé mi casa y enfilé hacia el poniente por la calle de eucaliptos. Un fuego fatuo me quemaba las entrañas. El mundo era un aletargado carrusel donde no había espacio para quijotes, pues si  la realidad no los mata, los ignoraba. El destino no tenia espacio para náufragos ávidos de vivir una continua e interminable aventura.
Mi alma al igual que la de Perniciosa, esa chica que me penetra en sueños, era un péndulo que no se movía a voluntad. Pero de alguna forma yo había aprendido a seguir sus movimientos, a desentrañar los mensajes que ocultaban sus ciegas oscilaciones. Al llegar al viejo puente busque un recuerdo que me distrajera. Recordé a Perniciosa montando una yegua castaña, corriendo con el cabello al viento por el club de polo de Baton Rouge. Al llegar al cruce, me senté y miré la serpiente negra brillar bajo el sol. Intuí que allí, en alguno de los sitios a dónde iría, se encontraba la llave de mi porvenir. Después me puse de pie, escupí el chicle y comencé a caminar. Adelante había una luz. También pastillas.

3

Aquí estoy en un cuarto de un hotel roñoso abatido por mi oscura desolación, absolutamente solo, con mis libros, mis apuntes y desde luego con el polvo que Dios me dio para auto lacerarme. Hay un océano de silencio a mi alrededor, hay algo indescriptible, una callada muerte que se mece entre las sombras, una lejana tristeza suspendida. Casi muriendo ya, hundido en la espera imposible, izando la bandera de mi amarga soledad, preguntándome por qué te siento tan distante, en este día de sol.
Nada dejó la noche miserable en la retina de estos ojos acosados por la lujuria, sólo un leve susurro que se apagó con los primeros acordes de un bolero, una sombra raquítica que cruzó en silencio el salón, luego los balcones de la casa se llenaron de aleteos, y sonaron campanas con insistencia hasta abrir un tajo en la oscura piel de la conciencia.
La forma de los cuerpos que danzaban en la penumbra  se parecía a  un leve recuerdo, a una mentira inventada por la turbia desdicha del alcohol.
Jimena no estaba en la lista de invitados, pero no le importó demasiado y se aterrizó en la fiesta vestida de negro.  Su piel a la luz de los reflectores, tenía el brillo trémulo de una perla. Los espejos se cansaron de repetir su nombre. Todo lo que estaba aquí parecía estar en otro lugar. Bebimos vino de la misma copa. Nos apoyamos frente a la ventana, contemplamos con desgano las luces que parpadeaban sobre el horizonte.
Se hizo infinita la espera y saco de su cartera un atado de Virginia Slims,  y fumo mil cigarros antes de la cena. Antes que llegaran los mozos con las bandejas  se despidió con un beso en la mejilla y salió a la calle del brazo de un adolescente. La miré sin ningún deseo esfumarse junto a ese chico, cuya cara estaba invadida  por un cúmulo de granos. No dije una sola palabra, y me quedé sentado al lado de Annabella que no dejaba de tomar.
Con Annabella nos habíamos conocido los primeros días del nuevo milenio, recuerdo que ese verano  poníamos  las mochilas en el asiento trasero de su Peugeot  y  cuando el sol comenzaba a surgir entre los edificios, partíamos sin prisa hacia las tierras altas del norte. Anabella siempre llegaba medio dormida, sin pintar, sin arreglar, medio rota por la noche pasada.
Aquella noche no tenía mucho para contar, era una noche de preguntas embebidas de miedo, de ropa que entraba y salía del placard.  No había nada para mí, sólo un olor a espera inútil. Mis ilusiones se apagaban como blues añejos. Mis ojeras profetizaban un oscuro conjuro. En mi palma resplandecían los destellos de una estrella alumbrada por la ruina. En el rescoldo de la hoguera se dibujaba la mano sangrienta del verdugo.
Tomé unos tragos y decidí marcharme. No tenía sentido quedarme junto a esa amplia manada de idiotas que movían sus cuerpos castigados por el sol, al son de una cumbia pendenciera. De manera que  tomé mi abrigo, me despedí de Annabella, y me fui.
Salí a la calle desierta, fumé el último Parisiennes, convencido de que era un perdedor. La chica tentación se había marchado junto a un chico, que no superaba los dieciocho años. Herido había quedado el viejo tigre, solo en la fiesta, sin ganas de escuchar ni hablar, ni siquiera de bailar. Mi cuerpo sin duda en un ligero roce se había hecho memoria de su cuerpo, y en la soledad la presentía, en la inquietud de todo lo que tocaba me figuraba sus ojos sosegados que en cada mirada encendían en mí las rojas llamas de la lujuria.
Entré a un bar, pedí un escocés a las rocas. En la mesa de al lado una chica pecosa le contaba a una amiga, un cuento acerca de una muchacha que chupaba pijas en colectivos de larga distancia. A  esa hora todas las luces parecían cansadas, pálidas, eclipsadas por los albores de la aurora. En la mesa quedaban desperdigados sueños imposibles de mira, y la tierra yacía amenazante presta a cubrirme. Frente a la copa vacía, decidí quedarme a solas con mi dolor, embargado por la tristeza, observando con resignación como el lápiz huye, se hace trizas en la hoja en blanco estéril arrugada por la intemperie.
4
Muriel  en la soledad del campo, donde no ocurre nunca nada, inmersa en un sueño, oculta tras las gafas de sol, escribiendo una carta con silencio, con viento, con nada. La página inundada de pájaros mudos. La puerta que se abre hacia el infinito. Los puercos bajo el sol, hundidos en el fango de la última lluvia. La risa de las margaritas entre las perlas del rocío. ¿Qué dijo? ¿Qué decía, la trémula brisa en el ventanal?
Palabras que suelta el viento, palabras eran, pero ¿qué palabras? Caían sobre una mesa. Y había luz en la ventana. Una luz muy oscura. Ahora los ojos se escapan buscando los sonidos, revolviendo miradas, bolsillos que esconden monedas falsas, nidos desolados por la primavera, hojitas de muérdago y flores marchitas: todo lo quieto.  Sacude las manos  para encubrir, por si cayeran, las palabras, al suelo, con un sonido comprensible. ¿La entiende alguien? El resto del papel, meditando en silencio, oscurecido por las velas, recorrido por la birome sin tinta, por la voz de  muda del poeta, se dejará mirar con ojos de luciérnagas. Sabré del sabor de la hiel, me punzaran las entrañas, aprenderé a llorar con mi sombra y a cargar la cruz del fruto de Jesús; pero también probaré la miel sagrada de la rosa, la carne de la pudorosa deidad. Al final del día tendré sangre virgen en las venas, y entre mis piernas la muerte será mariposa en pleno arrullo.
5
Me agito en la intemperie, en un sórdido carrusel de presencias rotas que inventé una noche para acallar el silencio, busco entre todas las voces que me pueblan  un atisbo de la dicha perdida, pero solo encuentro manos heladas que me ofrecen consuelos transitorios, y no puede dejar de sentirme arrastrado por sus ojos, y así en esta oscura marcha de dolor vivo, muero, y vuelvo a resucitar, sin rencor, solo con mi botella de Bourbon. Se escucha un triste tañido de campanas, es como si toda la tarde hubiese goteado pétalos de azucenas marchitas, como si en este instante una silueta grotesca se desdoblara en el espejo.
Esta tarde me he sentado en el umbral de mi desazón y he visto pasar mi juventud enferma y agonizante a punto de extinguirse como un faro castigado por la tempestad, como un leño presto a convertirse en ceniza, y también te he visto a vos, resplandecer como una herida alumbrada por  otra herida aún mayor entre la tiniebla de todos mis recuerdos. Pronto llegará la hora del paseo solitario, ya sin mariposas ni claveles, tan sólo con los restos que dejo el amor perdido, y así abriré la puerta, con miedo, con polvo en los ojos, con la extraña sensación de que todo se derrumba.


domingo, 23 de octubre de 2011

ESAS PIERNAS EXCESIVAMENTE LARGAS


"Los genios no buscan, encuentran" 
(Rogelio Rubén Almada)
Cuánto tiempo tiene que pasar para que la luna vuelva a salir como esa noche.
Mientras duró, fue infinito, me dijo el borracho de un bar oscuro donde me fui a embriagar el sábado al mediodía. No sé como sucedió, tal vez el infinito es un eterno hueco en los ojos mientras adelante mío baila la gran ciudad. Entonces ella sería una película en francés, no podría entenderla, pero me quedaría a ver las imágenes. Entonces ella estaría al borde de un precipicio, mirando el abismo de los gritos forzados, entonces ella podría quedarse callada, mirándome, cuando pasan los autos que se incendian, y las personas que corren como locas, para llegar a donde nadie los espera.  
Fue una noche pesada llena de cielo, cuando me encontró tomando un ron barato. No hay salida para esta cárcel, le dije. Recuerdo su sonrisa mirándome con la cabeza inclinada para abajo. Su labio inferior más carnoso que el superior. Un vestido floreado que quería saltar a un rincón.
Caminamos sobre la ciudad, como dos fantasmas que se frenan a cada paso para besarse. Le inventaba historias para que sonriera, para que me mirara mordiéndose el labio. Pero qué escribir de esa noche, que la vi entre un montón de gente, que su pelo se ondulaba tras su espalda, largo y delirantemente negro. Con unos ojos brillantes como si nunca hubieran parado de llorar.
...
Pero cuando estoy solo con una sopa fría frente al plato, mientras en el pasadiscos canta Ella Fitzgerald, ahí es cuando decido saltar las vallas para verte acariciando las nubes que llueven sin ganas. Ahí es cuando me acuerdo de tus manos, de tu cuerpo, de tus piernas excesivamente largas. De tu sexo húmedo, de tu cara arrojada sobre el placer, moribunda tras la sangre hereje.
Tus palabras defendiendo el significado, frente a mi cinismo me arrojó a una enfermedad mental que no pude despejar. Y aunque fuera más de lo mismo, las pecas sobre la cara blanca, arrojadas como puñados de estrellas en las noches de rutas desoladas, no soltarían las nebulosas que se arremolinan dentro de mis dedos temblorosos. La pared amarilla con el revoque cayéndose, protegida por un búho de perlas negras.
No mires más hacia arriba, que el cielo de a poco va perdiendo su brillo, no te acuestes sobre camas cuajadas de besos extranjeros, no pienses en un vestido de novias, no creas ya en un dios solitario. Todo se resume al estallido, a un ruido extraño que nos saca de la pereza mañanera.
Y seguramente te voy a encontrar bailando tras una noche febril, como desinteresada de lo que a tu alrededor se queda estático. Te voy a encontrar encarnando temas inevitables, te voy a llevar tras los autos apurados, vamos a entender la ciudad tras una ventana sucia de un hotel a medio pelo. Vamos a cortarnos la piel para ver los colores de la vida descamisada. Vamos a cuidarnos de las sabanas que esa noche, seguramente, nos puedán estrangular.

Texto: Matías Lucero
Foto: Micaela Miño

martes, 18 de octubre de 2011

EL TAMAÑO DE UN RELÁMPAGO

Por Marcos Freites
Hace muchas tardes, cuando el sol estaba más bajo y en todas las casas había música bailable, ella leyó con desgano el libro, al pasar con indiferencia las páginas supo que jamás podría llegar hasta el capítulo final. Al mismo tiempo había descubierto que tras los árboles que cercaban su casa los hombres se reunían a beber, y cuando se hacía de noche se arrojaban desnudos a la represa, dando gritos, soltando carcajadas inacabables. No hay dos hechos lo bastante separados como para que no puedan unirse, pensó y sumo hombre más libros sin que obtener otra cosa que un gran deseo de encontrar al viejo. Desde que sus padres habían decidido reñir a toda hora, decidió exiliarse en el mundo que habitaba el viejo. Un mundo regido por una densidad etérea donde todo el tiempo tenía la sensación de que iba a ocurrir algo o acababa de suceder. Estaban los libros, las películas, los discos, y lo que realmente había logrado interesarla: el relámpago íntimo. Al principio cuando el viejo le prometió mostrarle el relámpago íntimo, pensó que se trataría de alguna extraña forma de meditación oriental. En algún lado de Samoa hay una tribu donde sus miembros meditan con los penes amarrados por una cuerda. Pero esto, advirtió ella, se trataba de otra cosa, el viejo sería el último sujeto en este lugar capaz de interesarse en cosas relacionadas a ordenar la mente y calmar la ansiedad. Tampoco se trataba de técnicas de respiración, pese a que alguna noche mientras leían Heine, le había pedido que lo ayudara con una suerte de respiración clavicular. Era sumamente compleja, había que bloquear los músculos abdominales  y las costillas oprimiéndolas con las manos, luego tenderse en el suelo, cerrar los ojos, pensar en un color y expulsar todo el aire haciendo un gesto de contracción del abdomen. Tras varios intentos fallidos, decidieron que sería mucho más saludable seguir leyendo a Heine. La devastadora llama. /Vi que hasta el último soplo, de mi vida ella aspiraba, / y que jadeante de goces, /entre sus robustas garras/mi pobre cuerpo cansado/oprimía y desgarraba./¡Goce y placer infinitos! Varias veces leyeron esos versos, los degustaron lentamente como si en ellos se cifrara el futuro de esa relación donde ella era un valioso objeto palpitando en las manos del viejo que todo el tiempo amenazaba con apropiárselo, pero en el momento en que estaba dispuesto a hacerlo suyo, se arrepentía.
Así con mínimas variaciones las cosas continuaron hasta esa tarde en la que ella leía el libro y pensaba en los hombres que se bañaban desnudos. Había un personaje que vagaba por lugares empapados de dolor, niños que dibujaban nubes de formas curiosas, mercaderes que vagaban por los caminos ofreciendo el cuerpo de niños traídos de aldeas nubias. Había varias cosas más, pero jamás sucedía nada, era como si un continuo aplazamiento reemplazara la epifanía propia de otras lecturas, donde una frase reveladora acudía para darle fuerza, empujarla a continuar con la lectura.
Por esos días llovió demasiado, y las calles quedaron anegadas, tuvo que recluirse en su habitación, y durante ese periodo de encierro no pensó en otra cosa que en el viejo, lo veía llegar como un fugitivo, vestido  con ropas viejas, con los zapatos embarrados; lo veía acostado en su cama respirando con dificultad, los dedos cubiertos de nicotina. A veces cuando golpeaban la puerta de su casa, trataba de convencerse que lo encontraría  del otro lado. Pero no hubo señales. Salvo por el comentario de una amiga que creía haberlo visto en el aserradero, fumando bajo la lluvia, sin inmutarse por la creciente del río que iba devorando todo a su paso.
Cuando la lluvia amainó, tomó un taxi hasta el caserío donde el viejo se había instalado. Pensó en el relámpago íntimo, en que no debería contarle a nadie ese extraño procedimiento de placer aunque todo el tiempo tuviera deseos de compartirlo y hasta experimentarlo con algún otro hombre. Durante el recorrido vio unos niños casi desnudos lanzarse bolas de barro, vio unos perros famélicos morderse la cabeza en un charco de agua mugrienta, vio unas viejas empujando una camioneta  cargada de pasto. Cuando entraron al caserío el sol estaba cayendo, los últimos rayos parecían incendiar el chaperío, las latas que dividían las casas aún conservaban algunas esquirlas de luz. Tal vez esa luz espesa, había inspirado al viejo a crear el relámpago íntimo, y pegada a la ventanilla del coche, recordó los electrodos rozando su pubis, los cables que el viejo conectó con sumo cuidado en sus pechos, luego el cuerpo del anciano enrollado con el alambre que le había sacado a una bobina, los complejos circuitos eléctricos que rodeaban sus piernas, su pene deforme cubierto de cinta aisladora negra, la luz blanca que antecedía a ese instante inolvidable donde el relámpago íntimo abrasó su cuerpo, convirtiéndolo en una llamarada líquida.
El taxi la dejó una cuadra antes, le pidió al conductor que esperara por ella unos minutos. Avanzó por un angosto pasillo, hasta dar con la casucha. Golpeó con insistencia la puerta de madera, sin que nadie respondiera. Dudó un instante, y se decidió a abrirla. Lo hizo con cautela, entonces vio el cuerpo del viejo calcinado, boca abajo, y más allá el de una adolescente, semidesnudo. En torno a sus pechos había enrollado un fino cable de cobre, que aun despedía unos pequeños chispazos. Lo observó todo con unos ojos que no eran suyos, como si contemplara una vieja película donde suceden cosas sin provocar ningún sentimiento. Buscó en su cartera el libro, lo arrojó sobre el cuerpo del viejo, cerró la puerta y caminó con los ojos cerrados hacia donde la esperaba el taxi.
Ahora sabía que no tendría más límites que el recuerdo de esa visión que por un par de días la había dejado pasmada.

domingo, 9 de octubre de 2011

FLORCITAS AJADAS

 Por Marcos Freites
El amanecer deja sus lágrimas
clavadas en la intemperie del pasto.
En un manto de niebla duerme la casa.
Para el pueblo se ha ido Don Emeterio.
A azuzar el panal se fue el hombre.
Naides ha de quitarle la dicha del alba
a ese cristiano.
Ya la mañana cuaja en los tamarindos
como una florcita fruncida.
Un resplandor aleonado se mete
por debajo de la puerta
empujando pa´fuera toda la oscuridá.
Toda la santa noche ha toriado el choquito,
como un endemoniao a toriado el choquito.
Se ve que pa`l pueblo el hombre se arrancó.
Alborotado por el vino acertó la senda.
La senda que a uno lo lleva derechito.
Derechito pa´la casa del compadre, Pinganilla.
No sé si jué el vino o jué el mandinga
el que le susurró la idea a Don Emeterio.
¡La chinita está sola en la casa!
¡La chinita está sola en la casa!
Hasta que la quinchada no se vacíe
el compadre Pinganilla no vuelve.
El hombre dejó las botas bajo el alero
y descalzo se ganó pa`las casas.
La chinita desde el catre oyó los pasos,
después vio las manos sucias, pegajosas
que le sostenían con fuerza los brazos.
Las mismas manos que amansaron el tobiano
que la lleva a la escuela, esas que una tarde de verano
le cortaron unos duraznos maduritos, hechos agüita,
que le prepararon tortas al rescoldo.
En esa época la chinita se distraía
correteando las sombras de las nubes.
Extendía los brazos y como un trompo
giraba y giraba de cara al cielo,
mientras una brisa suave le mecía las trenzas oscuras.
Ahora ya estás en edad de merecer.
Merecer el cariño de un hombre, alhajita.
Más vale que sepas hacer caso.
Sino a guascazos te vuá a enseñar.
Al buey viejo pasto tierno,
hubiesen murmurado las viejas
mientras pelaban cebollas.
Gotea suave el sereno al dar el alba.
Relinchan los caballos sacando la cabeza entre el maizal.
Tranquilizate, chinita, que con el claror del día vas a gozar mejor.
Lo primero que tenés que hacer, alhajita, es acariciarle la cabecita.
Eso sí con mucha delicadeza. Mira que como lo tratas se porta.
Clarea que da gusto en la ventanita que da a las sierras.
El albor se va tragando los cuerpos. Se los va masticando.
A esa hora Don Emeterio de las trenzas sujeta la chinita.
Le hace decir alabanzas a la mocita.
Sus gritos se oyen de todos lados.
Hasta doña Narcisa los escuchó y lo primero que hizo
fue persignarse y decir: ¡ Ave María!
Y el choquito chorreado se desbocaba toriando.
Su torido finito se oía de todos lados.

¡ Abran paso! ¡Abran cancha!
Cinturón en mano y a toda boca,
gritaba Don Emeterio.
Bufaba ese cristiano, relinchaba de gozo,
mientras la chinita picarona encima suyo
ga-lo-pa-ba, ca-bal-ga-ba.
Me vas a dejar sin aliento, cabra arisca.
Pensar que un día casi te liquido.
Desnudita en el pajonal, te hallé.
Y la vida te perdoné.
Estabas demasia´o tiernita.
Quería agarrarte bien crecidita.
Las tetitas duritas. La carne rosadita.
De guachita ya te picaba el chorito
y yo no soy de esquivar el guascazo.
¿Qué querís que haga?
Aura te vuá a hurgar hasta el alma.
Vayas donde vayas, mocita,
algo mío vas a llevar.
Eso te pasa por corajuda.
¿Quién te manda a quedarte solita ?
Si hubiese estao tu taita
también lo pasó a llevar.
Me has llenao de gozo el cuerpo.
¿No vas a parar? ¿Vas a galopiar hasta dar con el día?
La luz no viene de ajuera, señor.
La luz viene de adentro. ¿ Vió?
Todos llevamos dentro una llamita.
¿Se da cuenta? Quédese quieto.
Deje que yo haga todo.
Te vuá a hacer unas marquitas
pa´ que sepan que sos mía, alhajita,
después te las zurcis con hilo y aguja.
¡Pará chinita! ¡Me vas a hacer
salir el corazón por el guargüero.
Me ha encandilao el día.
Estoy tirando chunzazos a lo loco
y no corto a naides.
Una lucecita titila entre los espinillos.
Cantando suben las torcazas al monte.
Como un puño oscuro se cierran las ventanas
furiosas con el claror del día.
Dele hasta donde tope, dele nomás, sin temor.
Dicen que alguien en medio del gozo
como el agua dormido quedó.
Dicen que dicen que hurgando en la noche
se ha quedado para siempre un paisano
sin poder hallar jamás el día.