sábado, 31 de marzo de 2012

TAMBIÉN PODRÍA LLAMARME PARAÍSO


Mientras permanecí en la ciudad podía sonreír, y sin embargo, seguir estando triste.
                                                                                                                       J.J.Reynoso.

 A Raymundo Godoy, tras la confusa garúa del tiempo.
      Por Marcos Freites
Raymundo Godoy. También conocido como El Calcuta. 33 años, como Jesús al ser crucificado.
Venía de algún pueblo, supongo, por la pinta. Al principio era muy tímido. Entraba con miedo, y le resultaba difícil elegir alguna de las chicas. La primera vez que vino estuvo media hora para decidirse. Le servimos un vasito de vino para que la cabeza se le despejara. Tenía los zapatos embarrados. Sacó del bolsillo de la chaqueta un pedazo de diario, y con prolijidad limpió la suela.
***
Siempre había una chica atractiva en la puerta. Señorita Anzuelo, la apodaban los dueños. Ella se encargaba de acompañar a los hombres hasta la sala de espera. En esa época, me parece, que se subía por una escalera en forma de espiral, adornada con motivos navideños. Cuando salían los clientes se resbalaban, y el hombre que nos cuidaba los ayudaba a llegar a la calle o llamaba una ambulancia cuando el golpe era de gravedad. También recuerdo el dibujo de un tigre a punto a dar un zarpazo en una de las habitaciones, y los espejos que siempre estaban sucios.
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En alguna parte de su diario, mi compañera había anotado las medidas de Raymundo Godoy. Descomunales. Truculentas. 22 x 5. Eso sí, le costaba endurecerla. Había que poner énfasis en el juego previo. Lento, desgarrador, particularmente extraño como si un leve ardor surgiera al empezar la fricción para luego devenir en resplandor.
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Pajaritos eran todos los que se dejaban caer cuando el sol estaba por entrarse. Subían con temor hasta la planta alta, y ahí se quedaban temerosos, dejando escapar cada tanto alguna sonrisa nerviosa, hasta que aparecía detrás de las cortinas Mariana, y con una ternura maternal les preguntaba con cuánto dinero contaban. En caso de que la suma valiera la pena los hacía sentar en unos sillones rojos mullidos, y una por una les presentaba las chicas como si por primera vez asistieran a aquella casa de citas.
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Qué quiso decir aquella noche con la miraba turbia por el alcohol arriba y un poco más abajo, desplazándose hacia las sombras, quebrado por la carga excesiva, respirando con dificultad, hasta ver entre esas piernas la desaparición total del deseo, con un oído puesto en la inmensidad, tratando de esclarecer entre esas nalgas temblorosas esa antigua duda.
***
Apoyó sus recuerdos en la silla vacía, y dejó que el reloj tictaqueara en cámara lenta. Le dio cierto trabajo quitarse los botones de la camisa a rayas. Balbuceó algo mientras apagaba el cigarrillo. Media hora. Ciento veinte pesos. Ella a medio desvestir salió con el dinero. Un billete de cien y otro de cincuenta. A la salida le dan el vuelto, señor, le dijo al volver. Para ese entonces él ya se había sacado toda la ropa. En un santiamén me empeloté. En la bolsita de tela blanca ella buscó el preservativo. ¿Qué otras cosas habrá dentro de la bolsita? Un desodorante de ambiente. Gel lubricante. Espermicida. Pañuelos descartables. En otros sitios más decadentes recuerdo rollos de papel de cocina. ¿Por dónde te parece que empecemos? Hay tanto por hacer que esta media hora va a resultar escasa.
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Aquel  verano fue desalentador. Cualquier intento por mantenerse en pie pareció costar el doble de esfuerzo sólo por el efecto de las altas temperaturas. Cuarenta grados a la sombra. La transpiración inundando el corpiño, cubriendo las tetas de gotas salitrosas. Las moscas azuladas revoloteando, zumbando, despeinando la muñeca en cinta. Así era imposible moverse, cubrir los espacios en blanco, fugarse en el vacío entre unos brazos que te asfixian y unos muslos que te disuelven, viendo desmoronarse todo sin ruido.
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Ah, era cierto lo que se murmuraba. ¡Raymundo Godoy! ¡Veinticinco centímetros de placer! Raymundo Godoy, El Calcuta para las putas, perdón para las chicas. Nunca vi un buen pedazo como este, y eso que está medio muerta. Cuesta empinarla. Al principio todo se hace cuesta arriba. Un glande bastante poroso. Sos de los que una vez que empiezan no pueden parar. Me vas a dinamitar la concha. Una implosión vaginal. Calcuta, yo digo tu nombre en gotas como si rezara el rosario. ¿Cómo vas a querer acabar? Vos te fijas, durante esta media hora te voy a conceder todos tus deseos. Si es en la boca sube la tarifa. Mira que me estoy arriesgando. Cuando estés por acabar me haces una seña, una palmadita en la cola. Yo te saco el condón y entonces, Raymundo Godoy, cumplís tu sueño.
Me llamo cielo. También podría llamarme paraíso.
***
No hay música más maravillosa que el ruido de tu boca succionando y succionando. Veo que va a correr mucha sangre. Entre los calcetines llevo una navaja. Con ella solía pelar cerdos. Van a bastar un par de tajos para que se desate la sinfonía. Tu cuerpo es un árbol degollado. En torno a tu vientre crecen alambres de púas. Unos hombres de chaquetas verdes nos apuntan con sus linternas como si quisieran neutralizarlo todo.
Oral americana. Oral americana.
Ilustración: Balthus.


jueves, 22 de marzo de 2012

EL SUEÑO DE LA CASA PROPIA

 Por: Freites
siempre construíamos casas
                    desde que éramos niños hacíamos casitas
en los pastizales que se prendían fuego
             en los agujeros que dejaban las palas excavadoras
siempre levantábamos casas
               lejos de la vista de los adultos
y convencíamos a nuestras hermanas
                                             -pobres ellas, tan virginales, tan inocentes-
las convencíamos de que vinieran a jugar
y éramos el melena, mi hermana, yo y la hermana del melena
y a veces venía el puto del barrio
               que se encargaba de decorar las casitas
donde latía el pavor de una infancia en fuga
donde se vertían deseos en forma de puntales
            y había muñecas y algunas veces té frío
y cuando fuimos un poco más grandes una petaca
y cigarrillos
allí nacía nuestra pequeña perversión
y la hermana del melena era muy linda
-de un día para el otro le habían crecido las tetas-
y mi hermana era muy fea
pero no sabía decir nunca que no

                         y la pasábamos muy bien
construyendo casas lejos de la vista de los adultos
y nos tocábamos con los dientes/con las muelas
                               algo nos sujetaba
        impidiendo que el viento nos llevara
algo que venía desde muy adentro/sin hacer ruido
a veces hacíamos camas con hojas secas
           y dormíamos los cuatro
sin pensar en cuanto faltaba para que terminara la infancia
                                               para que terminara la escuela
                                               para que nos fuéramos del barrio
para que vinieran los mateluna
            los vecinos pobres
y quisieran jugar con nosotros
eran dos varones y cuatro niñas
fue entonces cuando el melena y yo
   abandonamos la monogamia
                    y se nos antojo tener un harén
entonces invitamos a las hijas de garcés y a las sobrinas de arce
y a las primas de contreras y a las nietas de romano
pero el poema había terminado mucho antes
cuando éramos el melena y su hermana, mi hermana y yo
                    después tuvimos otras casas
también tuvimos otras mujeres
pero el poema había terminado mucho antes
y lo único que restaba
era este deambular por pensiones
                        recordando una infancia
                                que enterramos de repente

                                                   Octubre/noviembre 2005
Fotografía: Mario Giacomelli

miércoles, 14 de marzo de 2012

UNA FORMA DE QUERER MIRAR LAS CONSTELACIONES

por Matías Lucero


Las nostalgias se cuentan de a docenas, decía el cartel que pendía de la puerta de su habitación. Eran tardes largas, donde nos poníamos tras el manual de constelaciones para descubrir Sirio entrada la noche. Ella se paraba de espaldas a mí porque decía que yo nunca iba a poder entender lo que significaba mirar sin querer ponerle un nombre a todo, así que yo prendía un cigarrillo mientras ella escudriñaba el puñado de foquitos en el cielo, intentando ver la noche sin querer entenderla. 
Las horas se fueron consumiendo con cada ráfaga de olvido. Intentando no pensar en el futuro para que no nos encontrara besándonos en cualquier rincón oscuro. Subíamos a todos los autos sin llave para imaginar que viajábamos a otros puertos más alejados, donde hablaran otro idioma, donde nadie pudiera vernos los rostros que se nos dibujaban con sonrisas perennes. 
Ahora que está la muchacha con un chaleco de fuerzas, pienso que tal vez el valium no es buen resultado para las cabezas que no pueden parar. Y me imagino a un dios como un gran relojero envuelto en un chaleco de celofán. La chica deja que sus ojos se pierdan hacia atrás, pienso que le temo a la blancura, entonces tomo un crayón de su mesa de luz y le dibujo dos pupilas para que pueda mirar. La eutanasia es una gran respuesta cuando ya no queremos la quietud, me dice una enfermera que me deja solo con el cadáver. Entiendo que tenía que suceder, que los sueños lúcidos me estaban alejando de la sucia habitación donde todavía descansaba un libro de Alan Pauls sobre la mesa de luz. La realidad me resulta un ensueño mal barajado, y las cartas sobre la mesa no prometen una buena partida. 
Tomo un vaso de vino caliente, cada parpadeo me trae su silueta dando pasos pequeños sobre el jardín. Entiendo que me gustaría ponerle un cuerpo, pero no es más que una sombra en esta oscuridad. La calle debería estar mojada para que la poética del texto no se corte, en cambio el sol no para de azotar su sadomasoquismo contra los incorruptibles que salen a las tres de larde a ver la ciudad. 
Ahora que ya es tarde para saber adónde queda Sirio, hago garabatos sobre un papel en blanco. Dibujo una casita rodeada de escarabajos gigantes multicolores. Ya no espero nada, porque no hay nada que esperar. Me sostiene la idea que dentro de unos meses las constelaciones vuelvan a aparecer en el mismo lugar, creo que es una estúpida forma de recordar su voz. 


lunes, 12 de marzo de 2012

PIJAS PATRIAS


 Por: Marcos Freites
 
No es lo suficientemente buena, dijo la mujer más vieja, le falta mucho para ser buena.
Tampoco es demasiado femenina, agregó el tipo que estaba a su lado, la veo y me resulta demasiado masculina. Observa esos movimientos. Son demasiado viriles.
Ya está, paren con todo eso, gritó una mujer rubia que se paseaba con los senos al aire, y con una seña les ordenó al resto de las mujeres que salieran. Un hombre pequeño y minusválido se retiró con dificultad del cuerpo de una adolescente pelirroja que yacía desnuda, empapada de sudor, y buscó en torno a la cama, una escopeta. La chica se puso de pie, miro con asombro el arma, tomó una toalla, se limpió el sexo con delicadeza y se encaminó hacia las duchas.
Ni siquiera parece humana, dijo una chica morena que yacía arrodillada dibujando unos círculos multicolores. Debieron darse cuenta cuando se quitó la ropa, pensó la rubia con los senos al aire.
Deberíamos hablar con Adolfo, sugirió el tipo que estaba con la adolescente, después de todo es el único que estuvo con ella.
A ese todas le parecen maravillosas, replico la rubia y se cubrió los pechos con una materia gelatinosa de color fucsia.
En años nadie ha requerido de sus servicios, aseveró la morena, mientras esparcía la témpera sobre la hoja. Pronto la llevaran al congelador, pensó otra chica que yacía sentada con las piernas abiertas fumando un interminable cigarrillo.
Liria podría enseñarle algo a esta, propuso la rubia y mandó a la chica morena que fuera a buscarla a las duchas.
La chica aludida había permanecido en silencio en un rincón. Estaba acostada de espaldas en una camilla, con la mirada perdida en las grietas fosforescentes del techo. Tenía una cabellera abundante de un tono cercano al marrón, y en sus brazos se podían distinguir unas largas cicatrices, como si alguien hubiese intentado aserrarle el brazo con un serrucho sin afilar.
…….
Parpadearon los reflectores. Un leve apagón que hizo gemir los tubos refrigeradores. Luego, entró con un guardapolvo gris el Padre Freddy.
Diana, dijo dirigiéndose a la rubia, reúna a las chicas en el patio inmediatamente. Está asintió con la cabeza y arrastrando los pies avanzó hasta las duchas donde las chicas se bañaban.
El padre Freddy se desabotonó el guardapolvo, esbozó una sonrisa y se sentó al lado de la chica morena que seguía pintando.
Naomí no trates de fingir indiferencia, le susurró al oído, te he traído algo. Te va a gustar mucho.
La chica respondió con una especie de graznido. Freddy le acarició el pelo, y luego del bolsillo del guardapolvo extrajo un artefacto fálico de color violeta y se lo entregó. Naomí, lo observó con atención, colocándolo en contra de la luz, y con sorpresa pudo ver entre las ramificaciones eléctricas la palabra impronunciable escrita en relieve.
Esto pertenece a los oscuros, dijo, temerosa, está escrita esa… No pudo seguir hablando. Freddy le tapó la boca y acercando su rostro al de la chica le ordenó que se dirigiera en silencio a reunirse con las otras chicas, no sin antes advertirle, que escondiera el artefacto en alguno de sus orificios y que durante la noche lo utilizara siempre en modo silencioso. Si oyeran su vibración, las demás lo reconocerían, le advirtió, y con el revés de la mano acarició el culo de la chica que soltó un ligero gemido.
En el patio todas las chicas yacían arrodilladas ante un altar dónde relucía la figura de un ídolo de madera con cabeza de pájaro.
Es mejor que se quiten esas túnicas, ordenó Freddy. Las más jóvenes se sentarán adelante y las más grandes irán atrás. Oraremos hasta que mengue esta luz, dijo y se sentó al lado de una chica que jugueteaba con una oruga de plástico.

Fotografía: Sergio Larraín.

miércoles, 7 de marzo de 2012

LA ESTACIÓN DE LOS FUEGOS O EL ASEDIO

Por Camila Funes
Al final de estos apuntes debe haber lluvia. Entonces vamos en un taxi hacia el hotel donde se hospeda Raymundo Godoy, y el chofer masca un chicle de frambuesa, y los relámpagos abren grietas en el cielo y apenas entramos a la habitación, emmpieza a llover, y el desorden nos recibe, la ropa esparcida en el piso, ese olor a encierra que no puedo soportar y yo le pido que me deje ir y él se encapricha en que debo pasar la noche aquí, no hay lugar más seguro que este cuartucho, podrían venir el hombre que fuma y asesinarte, podría secuestrarte la policía y violarte en un calabozo, y entonces forcejeamos al borde de la cama sin tender, y la radio sintonizada en una estación romántica emite una descarga, justo cuando él me dobla el brazo obligándome a arrodillarme y ah, comprendo lo que va a pasar, y me monta y embiste y pregunta dónde están sus zapatos y muerta de miedo, grito, aúllo, pero la tormenta arrecia con tanta violencia que es inútil pedir ayuda en estas circunstancias.
Me quedo acostada con los ojos cerrados y un brazo en la cara. Trato de llorar, pero no puedo. Contengo la respiración, cuento hasta treinta y cuatro, treinta y cuatro y un cuarto, treinta y cuatro y un medio, y entonces abro los ojos y lo veo tendido a mi lado, cuchillo en mano, sin decir nada, y me figuro que la lluvia ha sepultado la ciudad, que sólo quedan vivos unos cuantos perros, que apenas abra la puerta moriré. Pero la lluvia continua, y mientras haya lluvia habrá relato.
La noche tiene la misma extensión que los pensamientos, y Raymundo en la cama a medio vestir es mucho más siniestro, lo veo contando la plata con una mano y con la otra rascándose los testículos, y bastaría un solo movimiento para que un repentino ataque de ira lo acosara y rasgara mi bata y desnuda me arrastrara por el piso hasta el baño, y no se escucharían mis gritos, mis suplicas, a estas horas la lluvia cae a raudales, y todas las calles deben estar inundadas y si moribunda pidiera una ambulancia no llegaría a tiempo.
Yo extraviaba objetos, ocultaba pertenencias y luego olvidaba el sitio, y los días me parecían infinitos, como si necesitara toda una vida para atravesarlos y los llenaba con pensamientos, con una necesidad demoniaca de ser ultrajada por desconocidos.
Al final, ya no hay lluvia, es mediodía y el termómetro está en pleno ascenso y la televisión muestra imágenes de la costa y yo desnuda llamo, invoco, incito la aprobación de ese dios que ha extraviado sus zapatos y que no dudara en asesinarme la próxima vez que aparezca.

Fotografía: Julien Pacaud. "Las 66 polaroids que nunca existieron".