Por Freites
Lo que el amor suprime
cuando
unos brazos
en mitad de la noche se alarga
para
abrazar lo disperso
más triste que la imagen de Milena
acariciando la
espalda de su esposo
un domingo
por la tarde
con lluvia y cumbia en la casa de al lado
más ajeno que Romina preparando café en la oficina
con los ojos puestos en un reloj
que parece ahogar todos sus deseos.
Lo que arrojan las estrellas
cuando David se dispone a entrar por la puerta grande
al dominio de la rutina
cuidando los mellizos
mientras en la tele se resquebraja un glaciar en
Yellowknife.
No imagino a Beatriz volviendo a la estación de servicio
en busca
de un paraguas
o dispuesta a ofrecerle un girasol a los policías
a la hora en que una mano cálida nos desnuda .
Veo a Rebecca en una ciudad de nombre absurdo
dispuesta a decir mucha mentiras
para que alguien la reconozca
tras esas palabras que edifican castillos de naipes.
Veo a Almada probando una por una las marcas de whisky
que oculta en el armario el padre de una estudiante de
psicología
o abrazando el cuerpo anoréxico de la chica
mientras imagina un bosque nevado en Edmonton, Canadá.
Veo a Matías, deshojando los pechos de una chica
que se acaba de extraviar en las páginas de un libro de
Proust,
luego hay sombras de perros muertos
y una taza de café humeante
y alguien que jura haberse acostado con Woody Harrelson
y entre los cuerpos puedo figurarme una navaja azul
chorreando sangre bajo lluvia que cae al ritmo de un
bolero.
Veo a mi primo, Ignacio, en Maracaibo
salpicando mariposas en el almuerzo
soñando rugidos de meteoros
en mitad de una bachata triste.
Veo a Luciano, de paso, tratando de alisar los pliegues
de un vestido,
acariciando la punta de unos pechos fríos
en lo que sueña colocar pájaros desbandados
lirios sangrantes y cabalgatas desorbitadas
y a vuelta de página es junio,
Long Beach resplandece, mujeres escandinavas toman sol
Y dibujan en las barandillas del muelle un cristo
sonriente
ante el asombro de mi amiga, Erika,
que todo lo archiva en una Panasonic
y cuando es muy tarde, ella me escribe
que la noche entre sus muslos disimula una daga
y yo juro tomar hasta que resplandezca el día
en la blancura demoníaca de esos ojos que aguardan por mi
caída
y me enfermo, y grito atado a una cama de hospital
cuando son las diez y cuarto
y un colectivo vacío parte en llamas hacia Las Lajas
con mi cadáver a cuestas
convencido que tras este exilio habrá otros
bajo lluvias de herrumbre
hasta que al fin
los que no imagino, los que no veo,
los que adivino en el turbio oleaje del calendario
regresen para tomar por asalto
el reino de los días perdidos.
Fotografía: Diane Arbus