jueves, 21 de enero de 2010

GAME OVER, PAPI


Detrás de ti las palabras, el ruido de fondo, las cosas que inexorablemente suceden, a pesar de nosotros. Al frente, lo que aún no es, el huevo que oculta la serpiente. En medio, lo que se supone que es parte de la verdad. Ella es joven, hermosa, irresistiblemente hippie, y está sola tomando una cerveza, hablando de Freud. Sigmund Fraude. Apenas te ve llegar te clava esos ojos que disparan miradas como misiles antiaéreos. Poesía atroz la de sus ojos, pupilas nocivas. Vos te haces el indiferente y te sentas dos, tres mesas más allá. En eso te acordas de todo. La fiesta de Nochebuena. Hembrita caprichosa, conchita encharcada, pezón empantanado, pétalo a pétalo te saqué el diablo del cuerpo. Sin otra opción hurgaste mis bolsillos secos. Eso lo escribiste en el cuaderno dónde con trazos nerviosos dibujaste su rostro. El último arrebato poético casi te arrastra hacia el borde mismo del precipicio. Una vez que te caes sos un caído para siempre .Eso lo dijo Rogelio Rubén Almada en un prostíbulo con varias cervezas encima.


Volvamos al principio, si es que se puede. ¿Qué fue de los demás? Arrancamos Emanuel, el dedo, y yo. En esa época teníamos una reserva de oxígeno gigante. Pedíamos todo a crédito. Papá paga. El dedo devolvió el pez al río y no lo vimos nunca más. Eso fue antes de encender fuego a la basura en una calle céntrica. Todo un palo, varón. La milonga se puso psico, y el paralítico quebró el saque. Luego se sumo Marcos. Digo se sumo contra su voluntad, el se hubiese restado. Un marcos menos un marcos dan un cristal suelto. Pesimismo sobre pesimismo. Lo hubieses visto a Marcos reírse a carcajadas en el fondo, feliz de tanto caerse mofándose de todo. Una puntada en el corazón y game over, papi. Siempre suele ser así.


   Esto por ahora. Recuerdo todo lo que pasó este año y siempre estuvo Luchín. El día que cruzamos muertos El Erebo para oír aullar el desierto en sueños. Éramos los dos, maldición, los dos con la mierda hasta el cuello, tan felices como ese día que sacié mi sed en los pechos de la virgen. El último en montarse en el caballo, Pindaro cuando ya llegábamos a Las Lajas con nuestra tropa de musas harapientas, sin sexo, ahuecadas por las balas de los narcos. Debería aplastar mis recuerdos a estas alturas. Dejar de jugar a ser Matías y soltar la rienda. Y si se trata de alabar personas pudo ser Huguito, la puntaneidad al palo, las nissan recortadas de la reader digest, pudo ser ese ojo fosilizado que me mira con ira, como si fuera a morderme, pero me quedo con Jorge que viene a cebarnos unos antes, mientras vos allá junto al mar, yo aquí en Mina con los chicos, recogemos las sombras. Jorge siempre tuvo a su favor una verdad, y eso nos alcanza cuando hay tormenta, y el camino se llena de lodo. Gracias por los consejos.


 Sigamos suponiendo que todo esto es verdad. Es año nuevo, todos estamos dispersos, no sabemos bien que nos pasa. El viejo esta callado, cada vez se parece más a un filósofo. La vieja prepara el pollo con papas. Tu hermano watchea la televisión. Entonces vos te levantas, te arrancas de casa, cuesta un poco .Camino a la casa de ella, compras unas latas de cervezas, pagas con cambio y aterrizas así sin aviso. Podrías haber enviado antes un SMS. Si tuvieras crédito. Claro, como no. Te recibe ella, tiene unas buenas gomas, ahora te das cuentas, te hace pasar. Te sentas, ella te dice que te quedes un rato no más, a las doce Pablo sale de guardia. Pablo es verde, es militar, por ende huele a bostas. Antes de las doce me voy, decís y de repente, tenés los ojos cerrados ella te esta haciendo una mamada esplendorosa. Somos accidentes a punto de ocurrir dice ella citando a Radiohead.


Así, esto cierra, mientras todos recordamos cuando lanzamos la pelota al patio de la casa vecina. Durante años esperamos que la pelota volviera. Ahora al fin hemos dejado de hacerlo.


Si vis pacem, para bellum

M.G.Freites


lunes, 18 de enero de 2010

SUJETO TERMINAL

            Ella adivinó los dedos delgados que a ciegas buscaban su rostro, los atrapó en la oscuridad y los guió hacia su boca. Los dedos recorrieron la comisura de sus labios entreabiertos. La lluvia caía pesadamente sobre las chapas emitiendo un chirrido burbujeante, una gotera insistente crepitaba al lado de la cama. Los dedos se deslizaron por su garganta y tímidamente rozaron sus pechos. Imaginó que esos dedos le acercaban a su boca una frutilla. Ella podía sentir la textura aterciopelada del fruto, la tibieza de los dedos que lo apretaban hasta romperlo, y dejaban derramar en su lengua unas gotas de su zumo. Se figuró que el dueño de esos dedos tenía un rostro neutral, entonces alargó los brazos y tocó el otro cuerpo que hasta ese instante sólo había sido unos dedos afanosos explorando sus pechos. Al tocarlo creyó palpar el pelaje de un resbaladizo animal. Abrió los ojos bien abiertos, intentó descifrar el otro cuerpo en la oscuridad. Entonces el relámpago atravesó el ojo de la cerradura, y reveló el otro cuerpo. El hombre yacía arrodillado sobre sus piernas, quieto era un extraño, con el rostro tostado por el sol. Sus ojos eran profundamente grises. Ella lo miró ardientemente. Él la tomó en sus brazos, la atrajo hacia su cuerpo, y ella se sintió en el abrazo, animada, deseosa de que el fuego mutilara su temor de principiante. Ella fue presa del deseo de tocar ese ser que se alistaba para poseerla. Con los últimos esplendores del relámpago acarició las bíceps del hombre, delicadamente, hasta llegar a su boca monstruosa, húmeda de deseo. Una boca que se abría para devorarla con palabras asfixiadas. El hombre emitió un gruñido de satisfacción. Ella pensó en el placer que le había dado el gabinete portátil de placer unas noches atrás, recordó el taladro anatómico del artefacto irguiéndose, el dispositivo de luces rojas, y se imaginó que llegado el momento su amante utilizaría toda su fuerza para someterla, entonces comprendió que aquello sería su muerte.




A tientas busco el interruptor para abortar todo, pero la máquina no respondió a su mandato. Todo se enrareció. Todo se volvió ingrávido, un fulgor de luces violetas fosilizó su mirada, sintió que la sangre se paralizaba en sus venas, su cerebro ya no podía dar órdenes a sus manos que se sacudían en el aire tratando de pulsar el botón. El hombre se volvió inmenso, la tomo de las manos, la dio vuelta y empezó a embestir contra ella enloquecidamente con movimientos torpes. Ella intentó gritar, pero no pudo, estaba paralizada por completo.


El tiempo describió una larga espiral. El hombre quedo erguido sobre ella, congelado en el aire con los ojos desorbitados. Lo imaginó desnudo con el cráneo cercenado, colgando del cuello, balanceándose. Fueron unos instantes apenas, luego hubo una colisión mental, como si de repente explotara un cristal en millones de trizas. El hombre la tomo del cabello, y la atravesó con un rayo vertiginosamente, se sacudió frenéticamente, ella soltó un alarido estremecedor, en sus ojos sintió cientos de flashes fotográficos, y él empezó a desvanecerse mientras la máquina emitía un chillido crujiente y de su gabinete brotaban volutas de humo azulado.


Cubierta de sudor, cayó rendida en la cama, intentó vaciar su cabeza en la oscuridad. Antes de reposar su mente recorrió la casa, visitó las otras habitaciones, el sótano, se detuvo en el living para oír la fanfarria de trompetas que servía como puente para el estribillo del hit de aquel verano “Amores de artificio” ejecutado por Devoradores de Caníbales. En un ligero sobresalto la mente retornó y adoptó la posición de reposo. La saliva de su boca tuvo el mismo hedor que la noche y sumida en la inercia deseó que la casa impidiera el paso de todas las cosas que allá afuera vagan deseosas de ser encarceladas en su cuerpo. Afuera estaban la muerte, el hedor a leche derramada, los cuerpos carbonizados, el crujido de la lluvia negra cayendo filosamente, las ondas magnéticas de máquinas en pleno colapso, sin poder atravesar el ojo de la cerradura. Pero permanecerán ahí, pacientes, hasta que Ella se atreva a abrir la puerta y entonces, con la furia de lo real, entraran. Sabe que esto inexorablemente ocurrirá, pero a través de artilugios, la mayoría dolorosos retrasa ese instante definitivo en que lo exterior se aloja en nuestros cuerpos. Después no hay más que la intuición de un vuelo de pájaros mecánicos queriendo eludir a un destino marcado, y el único sonido que se escucha es el de una nave sin tripulantes atravesando raudamente el desierto.

M.G.Freites ( Nogolí, San Luis 1984)


RECUERDO DE LOS DÍAS DE HUMEDAD

Estaba sentado frente al ventanal, observando como las pesadas nubes se amontonaban sobre las casas de la parte alta de la Ciudad. El viento soplaba con violencia emitiendo un chirrido crepitante e inclinando los árboles que franqueaban la entrada a la casa. Ella yacía, desnuda, tendida en el mullido sillón familiar, sus grandes pechos eran mi presente, un presente que miraba de reojo como si estuviera a punto de desvanecerse.

Violentamente el cielo se abrió en dos, como si un inmenso rayo lo hubiese herido fatalmente, y muy arriba sobre las montañas todo el firmamento pareció cubierto por una llamarada. Me vi asaltado por una ráfaga de calor como si mi chaqueta se hubiera prendido fuego. Quise quitármela y arrojarla lejos de mí, pero en ese momento hubo una explosión que me dejó aturdido. Luego otra aún mayor que me arrojó al suelo fuera de la habitación, y perdí el conocimiento. Ella corrió y me arrastró hacia dentro de la casa. La explosión fue seguida por el ruido de cristales cayendo, o ametralladoras disparando. La Tierra tembló durante varios instantes y luego invadió todo un pitido ensordecedor.
Cuando el fuego se esfumó del cielo, un viento caliente, como de un cañón, corrió entre las cabañas de la parte alta arrasando con todo. Giré la cabeza y vi un objeto alargado en llamas que surcaba el cielo. La parte delantera era más grande que la cola y su color era como fuego en un día luminoso. Era varias veces más grande que el Sol, pero menos brillante, por eso podía ser observado directamente. Detrás de las llamas se arrastraba una cola que parecía polvo formando pequeños grumos, por detrás de las llamas se extendían haces de color azul. En cuanto las llamas desaparecieron, se escucharon explosiones más fuertes que disparos de arma, el suelo volvió temblar y las ventanas de la cabaña se hicieron trizas.
Permanecimos durante un largo rato abrazados en el piso tiritando de miedo, sin decir una palabra, los ojos cerrados
Me desperté con un fuerte dolor de cabeza luego del estallido. Tuve la precaución de evitar que me reflejaran los espejos. Ella continuaba desnuda observando por la ventana rota la incesante lluvia de cenizas.



domingo, 3 de enero de 2010

DE ÁRBOLES CAÍDOS (capítulo III)

Capítulo III
Escupí en una esquina y tomé la última lágrima que había rodado por mis mejillas la noche anterior. Con mucho cuidado, la sostuve entre mis dedos, era tan frágil y a la vez segura de ser. La lágrima sostenía todo el dolor de un enamorado, su interior era la humedad del calambre del alma. Jugué con ella entre mis dedos y lo supe; supe lo que tenía que hacer. Fui caminando con la fragilidad de la lágrima entre mis dedos hacia el patio. Ahí, sobre el lago artificial donde la abuela criaba peces multicolores, dejé la lágrima; y tal como lo había pensado, flotó a centímetros de la superficie. Latente y frágil; en su alma mojada se escondían los rayos de luz, tomaban fuerza, y salían llenos de vida. La pequeña gota se alzaba valerosa y decidida, la observé unos instantes y salí a la cruel realidad. En la calle el cielo se había nublado, las sombras jugaban en las veredas. Parecía haber llovido, los autos salpicaban a las viejas en las esquinas, algún pájaro valiente cantaba a la oscura ciudad, que espiaba en penumbras. Era viernes, miré el reloj, ocho menos cuarto de la tarde; debía apurarme. Ocho, justó a la hora, frente a la Universidad. Y tal como lo predijo algún dios agonizante en la mente de la que lee el rosario para comprar un pase, salió otra vez ella. Otra vez el deslumbramiento, la belleza, la totalidad, el deseo, la historia que se va, el futuro que murió. Solo ella, caminando entre la gente. Masticando mil frases, reprimiendo gotas; encendí el motor. La renoleta desesperaba, éramos chicos malos, la bondad fue asesinada y su cuerpo arrojado a algún campo. La seguí, nos separaba su indiferencia a mis repetidos suicidios.


Una cuadra, se despidió de sus compañeras, Pedernera y Rivadavia, Pedernera y Gral. Paz, la policía, recta final, si mis cálculos no fallaban, debía ir por la Ituzaingó, hora de actuar.


Me paré en la Sucre y Pedernera, me picaba la cara tras el pasamontañas, ella miraría el auto pero no lo reconocería. Caminaba a casas de la suya, y con un impulso violento, el rugió, paré a su lado, y antes que me mirara, la tomé y la metí en la parte trasera de la máquina, con una rapidez que no conocía, pero que descansaba latente en mi interior, até sus manos y pies, coloqué una mordaza en su boca y manejé hasta casa.


“No nos conocemos” habían sido sus palabras la última vez que nos vimos, y ahora sentada en el asiento trasero, sola, mirando fijo mis ojos por el espejo retrovisor, ningún signo de desesperación mostraba su cara. Ya lo había decidido y tenía que hacerlo. Llegué a casa con la tranquilad de sus ojos ahora tristes, la tomé entre mis brazos como pidiéndole permiso, la cargué al hombro cuidando de no hacerle mal. Adentro todo seguía como lo había dejado, la mesa de plástico corrida, los pedacitos de engrudo desparramados por el piso, la puerta trasera abierta.


El patio comenzó a vibrar cuando entré. Con el cuidado de Abraham en el momento de matar a su hijo, con esa suavidad de padre, la deposité en el asiento, bajo la parra. Su mirada, sus ojos destellaban la tristeza de un desierto, la soledad de un camino y a la vez, la templanza del planear del un cóndor, la imponencia de una montaña tan silenciosa. Dejé de mirarla, no podía permitirme llorar, la última lágrima ya estaba sobre el lago, flotando aun.


Daniela no retiraba sus ojos de mí, no había reproche tras ese negro lleno de vida, entonces me saqué el pasamontañas y una brisa jugueteo con mis pelos, no mostró ni un dejó de sorpresa, como si lo hubiese sabido desde que nos conocimos, aquél lejano sábado, en aquella lejana milonga. Saqué la mordaza, no se movió, no dijo nada, solo me miraba, la tristeza explotaba en mí como un gran cañón.


Desaté sus manos y sus pies, y contra todo pronóstico, no corrió, cruzó sus piernas apoyó sus manos sobre ellas, y miró la lágrima que flotaba.


Tomé su mano y la guié hasta el lago, me miró con ojos temerosos y suplicantes, por primera vez tiró el muro que nos separaba, que había creado entre nosotros, nos miramos desnudos de prejuicios, de miedos, tal cual éramos. Cerré mis ojos, tanta belleza lastimaba mi vista, sucia, de maldad. Suavemente sentí como su mano se desprendía de mí, escuché como se desnudaba, y tocó mis ojos. Al abrirlos la vi desnuda delante mío, su cuerpo era perfecto, cada curva se escondida tras la tibieza, sus pechos blancos se alzaban sobre la amargura del aire, su piel se veía suave, sus piernas firmes, árboles cargados de primavera hubiesen caído como el muro de Berlín sólo para alejar la atención de Afrodita fingiendo hermosura.


Acarició mi mejilla y caminó hacia el fondo del lago, Allá lejos, donde su figura se deformaba entre el moverse del agua, donde sus pelos flotaban sin forma; su cuerpo comenzó a achicarse, me alejé por miedo a mí mismo. La gota de lágrima se hinchó hasta el tamaño de un foco que esconde la luz. Y sin más, el cuerpo de Daniela ascendió hasta meterse dentro de la lágrima. Sentada sobre la superficie mojada, ya no me miraba más, no me miraría nunca más, ya no estaba aquí, ahora viviría dentro de mi última lágrima, donde el tiempo es solo el conteo de los que mueren sin ser.


Sentado en el borde del precipicio, tanto me separaba de ella, tanto me separaba de mi casa, de la ciudad que me vio caer, sentado en la punta de los Comechingones, grandes montañas que por las noches cuentan historias. Caminé hacia el abismo y dejé que la niebla sea cuerpo, y que el aire ahora respirara por mí.


Si pasan por una casa, donde la verja aun sigue abierta, donde se respira el vaho de la tristeza, arrojen una flor, porque en el patio, tras la vieja parra, sobre la laguna donde la abuela criaba peces, sigue encerrada una chica dentro de una lágrima, la última lágrima.






Patchu Lucero



DE ÁRBOLES CAÍDOS(Capítulo II)

Jugar a estar vivos,
no es otra cosa que crear sentimientos de la nada
y reirnos con la boca llena de sangre
mientras se caen a pedazos"
(Patchu Lucero)












Capítulo II
“La otra noche conocí una mina que me voló el bocho”, escribí en una servilleta de papel.


Marcos me miró, se rió agachando la cabeza y me pasó un Parisiennes.


_ ¿Te da bola? _ Alcancé a leer sus labios porque la música chillaba a más no poder en el bar. Negué con la cabeza. Marcos fumó una bocanada de mundo y me señaló para salir.


Caminamos por la ciudad.


_ Es la puta “lógica doméstica” _


_ ¿Qué cosa? _ pregunté.


_ Que nada funciona sin el consentimiento de la “fuckin” sociedad, y nosotros somos unos reventados. _


_ ¿Vos decís que no funciona con la chabona? _


_ Tiene que tirar para tu mismo lado _






“Tiene que tirar para tu mismo”, la frase resonaba hacía varios días, ella se llamaba Daniela. Nos habíamos encontrado algunas veces, siempre con su cuota de un “thriller” con suspenso casi oscuro. La última vez que la había visto, me habló de un alma que ya no era alma, de que toda la vida se mece sobre una cuerda floja. Yo no aguanté y le dije que no podía dormir porque su cuerpo se derretía en sueños borrosos, que el instante que se burla del tiempo tenía su nombre tallado hasta las entrañas, que no existía dolor, más que el dolor mismo de crearla entre mil palabras. Nos besamos, el remanso de sus labios me llevó a tocar sus hombros, rocé sus pechos al retirar mis brazos, se estremeció, se alejó unos centímetros, podía sentir el calor de su aliento, su mirada sobre mis labios. Nuestras lenguas se encontraban tímidamente, con los ojos cerrados miraba su cuerpo tras la oscuridad.
Ya no hay caminos hacia las cimas de las montañas, últimamente mis brazos no aguantaban el peso de tus palabras silenciosas, tan silenciosas como esta cama. Al irme, te escondiste por miedo al dolor.


Llegué a casa y los días me separan de vos, te alejas sin más, en este calendario astillados de horarios súbitos. Cuando te volví a ver por la calle me saludaste como a ese familiar de un amigo que ves los perdidos domingos en esa misa tan fría. ¿No reparaste la espada donde me escondía? En el filo que el tiempo sacó a relucir, para sentir que en la soledad está esa nota que nunca encajó.


Tomé los papeles del cajón de mi escritorio, y con la violencia de una lágrima que se niega a nacer, comencé a hacer bollos irregulares y con agua y harina te cree sobre la mesa. Tan distinta, iluminada por la luz de foco de bajo consumo que no puede con las penumbras. Te miraba mientras comía un pedazo de pan oxidado por el aire.


_ ¿Adónde estás? _ Mi voz sonó disfónica y con esa cuota de dolor de pájaros que nunca fornicaron con nubes llenas de ganas de llorar.


Nada contestó, el sonido de una chicharra moribunda entre las garras de un gato.


_ No te pido nada, sabés de gritos ahogados por las llamas, sabés que las hadas de los cuentos murieron, que los peregrinos nunca llegarán. Lo que no sabés es que las canciones asesinaron almas, que los ángeles entraron por atrás y apuñalaron a dios, que no serás carbono 14 _ Gritaba, las sienes explotaban tras los pelos revuelos, el desgarro de la garganta era contra mí, el dolor y la bronca eran mi espejo. Con un manotazo rompí la escultura de tu cuerpo y miles de pedacitos de engrudo endurecido se desparramaron entrando en mi mente. Lloré como un verdadero hombre lo haría, arrodillado en la casa, herencia de la abuela. Y el sueño llego como un aluvión, caí al lado de la mesa de plástico.


Cuando desperté tomé el viejo cuchillo, y abrí un corte en mi brazo izquierdo. La sangre comenzó a fluir y la certeza de que aun la vida corría por mis venas.


Si pudiese encerrarte, tenerte junto a mí. Violaría todo principio, me masturbaría frente a cualquier santo, secaría todos los rosales del mundo, tomaría mil venenos y rompería todo esquema. Solo por verte, por tenerte.


Patchu Lucero

DE ÁRBOLES CAÍDOS(Capítulo I)

“Bien puedes hacer esto con quien pueda sufrirlo”



(Del amor y otros demonios.



Gabriel García Márquez)






Capítulo I




Cuando le hablé de los árboles caídos, supe que tendría que ser mía.


Fue un sábado a la noche, yo estaba con El sortija, que la rompía en el medio, que swing que cargaba, no había mujer a la que no extrajera todo el aliento, les hacía el amor cargado de tango y fingiendo hombría. Bailaba creyéndose Paez cuando tocó Tumbas de la gloria al frente de miles de mentes deseosas de más, siempre más.


El vino reposaba como la sangre misma de la tierra. Las parejas bailaban sobre el piso desarmando cada nota de bandoneón.


Salí a afuera a tomar un poco de aire, las estrellas no eran más que estrellas esa noche. Encendí un Conway, y la vi entre el humo. Estaba sentada tras los jazmines incendiados con sus flores blancas. Caminé recordando a Silvio Astier cuando se dirigía al pedacito de mundo que lo vería suicidarse. Ella me miró al paso y volvió a sobar su talón izquierdo.


_ ¿Bailaste mucho? _ pregunté, sus ojos marrones se elevaron por mi cuerpo hasta la luz de las pupilas que coronaban el centro mismo de mis ojos. Tenía un vestido negro hasta la pantorrilla. Esbozó una sonrisa de media cara.


_Y, es una milonga. Vos debés ser el único que se hace desear por el tango sin bailar ni un tema _ su voz era nasal y arrastrada, salía de entre sus finos labios y parecía chocar con su nariz respingada a más no poder, su pelo suelto jugaba a caer por sus hombros hasta acariciar sus jóvenes pechos con un marrón de un lacio ondulado.


Sonreí mirando la brasa del cigarro.


_ Lo bueno es que te fijaste en mí _


_ Lo bueno es que yo no busco, encuentro _Se tendió un puente entre nuestras iris, su mirada desnudaba mi alma, el alma del universo, el sexo de las cosas, el eslabón perdido, la antesala del delirio del que observa sin más. Rompí ese puente, sin perder la cuota de arrogancia necesaria, miré hacia atrás, desde la pista de baile me observaba un muchacho de unos veinticinco años, no muy amigablemente.


_ Tu novio no está muy contento_


_ Yo no tengo novio, el es solo mi compañero del ballet en el que bailo _ se desperezó, se paró y se fue hacia la pista de baile. _ Nos vemos che _


_ Pará que no sé tu nombre _ perdí la templanza que fingía, su cuerpo era perfecto, curvas irrepetibles, sin una cuota de violencia, armonía de ese dios que se rompió la uña después de crearla. Rió como si todo fuese un chiste, y sin más entró a la pista de baile.


Ya sentado en una escalera de una perdida plaza, encendí el último cigarro del atado, a mi lado un señor con olor a ginebra, tabaco y abandono, pintado de blanco, la petaca se quejaba a cada trago que lo acercaba a la muerte.


_ Cuando una piba te deja, sentís de verdad lo que es el tango _ su voz era ronca, los años de fumador se agazaparon tras sus cuerdas vocales.


Me quedé pensando, tomó otro trago, me convidó un cigarrillo negro, y salió con las manos en los bolsillos. Caminé solo por la ciudad donde el suicidio de arándanos reposaba en el aire, la brisa trajo olor a lluvia, y sin más las nubes comenzaron a sangrar. Tuve el impulso de correr, pero me ató la extraña alegría de haberla conocido.


Llegué hecho agua a la casa del Sortija, adentro sonaba una marcha al taco, estaba lleno de gente bailando a la luz de la oscuridad. Comenzó un tangazo de Bajofondo tango club, y se vio a los tangueros transgresores del bandoneón y la boca de costado, metiendo ochos y cadencias imposibles. Me acerqué al Sortija, estaba tomando, sentado en un sillón con la rubia en su falda.


_ Eh, vení flaco_ olía a alcohol en exceso, me ofreció un vaso de vodka con jugo de frutas y me miró con esa sonrisa vacía de otro contenido que no sea alegría.


_ ¿Te volteaste a la rubia? _ pregunté.


_ No, pero esta noche hay joda _


_ Bueno, entonces dejá de tomar que no te va a funcionar _ le dije señalando con mi mirada su entrepierna.


_ ¡¡ Que no !!, ¡¡Que no!! _ y se reía.


Los acontecimientos pasaron como cuando pasan; y ahí estaba yo, mirando el techo, con Carmela entre mis brazos. Una noche como cualquier otra. Carmela me miraría, lamería mi cuello, luego yo besaría sus pechos, ella agarraría mi miembro con sus manos temblorosas, y le diría que lo mejor de ella es cuando sus piernas se estiran hasta el delirio. Dejaría que todo acabe en un condón al lado de la cama mientras ella se vestiría y sin más se iría dejándome solo con mi soledad.


Pero esa noche se respiraba algo distinto, un aire pesado se depositaba en la habitación. Subió sobre mí, me acarició todo el cuerpo buscando acercarse a mi sangre, y entre violencia y gemidos dejó la quietud de las rosas sangrantes. El cuerpo de Carmela era el deseado por cualquier casa hipócrita de ropa, sus caderas anchas, sus grandes pechos que se movían la música de nuestros cuerpos. Aunque estaba tan lejana. Podía tocarla pero no sentirla, unos ojos marrones me perseguían pinchando mi quietud, Carmela ahora violencia, y yo lejano tras esas pupilas. Saqué a Carmela de arriba mío, y sentándome al borde de la cama, froté mis sienes.


_ ¿Qué pasa lindo? _ me preguntó apoyándose en mis hombros. Cerré mis ojos, pero una cara no abandonaba mi mente, esa cara sin nombres con esa sonrisa pura, de labios moviéndose al son de sus palabras y su mirada, potente y fuerte.


_ Andáte Carmela, necesito estar solo _ No abrí los ojos, pero escuché su bronca al cambiarse, una mirada odiosa quemó mi nuca y tras un portazo salió de la habitación de telo barato.




Patchu Lucero