Por: Marcos Freites
Esto
es un recuerdo. Una forma de consolarse cuando los ahogados flotan, y poco a
poco el resplandor de los cuerpos empieza a aplacarse.
Yo
no estoy soñando, lo recuerdo mientras la noche sigue quieta afuera, como si no
supiera aún de todo este horror.
Sin
pensarlo me he adentrado en los confines de la memoria, y todo es flexible,
líquido como esas imágenes que nos atraviesan durante un paseo desnudo.
No
hay forma de evitar el recuerdo.
Alejo
los dedos de tu sexo, salpicado de gotitas de sangre, y veo una cama llena de
aullidos, un anciano con los ojos vidriosos que apunta con una pistola a la
imagen decrépita que le devuelve el espejo.
Veo
un trozo de carne cruda goteando sangre, sombras que me miran desde el fondo
del pozo que han abierto las larvas.
¡No
debo entrar desnuda a la cama donde la muñeca mece un niño imaginario !
Lo
que la noche cobija son puñados de arena. El siervo murmuró entre las hilachas
polvorientas, y pidió que lo sometiera a mis vejámenes. Era un hombre viejo,
que creía habitar relámpagos. Me irritó su sumisión, la facilidad con que
doblegué su ira. Me dio asco verlo desnudo sobre mi cama, balbuceando,
implorando por una dosis de dolor, y antes de abandonarlo arranqué sus
testículos.
Ahora
espanto su recuerdo, imaginando que por esa ventanita la sombra de un niño
pequeñito podría ingresar mientras duermo, y en un rapto de deseo acariciar mis
pechos como si fueran uvas frescas. Morderlos hasta arrancarme un grito de
dolor, y dejar su baba pegajosa en mis pezones como una marca de su afiebrado
apetito. En esas circunstancias debería matar al niño, cubrir su cuerpo con sal
y dejar que los lobos, la nieve lo devoren. Pero eso llevaría mucho tiempo, y
el tiempo es un bien escaso cuando se está desnuda en medio del escenario con
un látigo como único amparo.
II
Cuando
me sumerjo en los ojos del verdugo, me siento enferma, como si una sombra tibia
me ennubleciera el sexo, y trato de huir de esta absurda representación donde
debo lidiar con lo trágico y sus voluntades, con los gritos que me asedian a
medianoche, con esa luz muerta que me señala la entrada al abismo.
Cuando
nos hundimos en el hervor de los recuerdos pasan cosas que jamás alivian, el
cadáver de un esclavo mutilado, el crujido seca de sus huesos taladrados por la
lluvia, las venas oscuras que se abren a borbotones, los gemidos pegajosos de
los que no pueden dormir, los chillidos que arroja a puñados el viento por la
ventana del hospital donde agoniza el general, donde sus despojos se revuelcan
con los labios húmedos de leche materna, implorando que todo esto, maldita sea,
pase , que se vaya junto al polvo que exhalan esas mangueras horriblemente
dispuestas.
III
Ahora
ya no es un día en la suma imposible de horas mortuorias, es un gesto en la
infinitud, reverberaciones insomnes, es un complejo sistema de cables que
trazan el mapa de los infiernos.
La
memoria muda horrores, cambia espantos por medallas y uno es un errante y
solitario rinoceronte atrapado entre las páginas de un libro donde las huestes
de Darío se ven burladas por los escitas, donde los héroes del santuario a
orillas del Danubio con mil fiebres ven el reflejo de Atila en las aguas. Soy
el azote de Dios, grito, mientras las enfermeras tratan de amarrarme a la cama
y una luz macilenta me hiere los ojos.
Ningún
tipo de conocimiento ofrece el espanto, lo sé, lo he visto, he convivido a
diario con él, puedo olerlo entre estos tubos, entre estas palancas que
accionan el pulso de las máquinas.
Soy
alguien que llega desde un país donde no vive nadie. Entre estos hierros
aplastados veo el pasadizo por el que ingresé, escucho los cascos de los
caballos extraviándose en el arenal, el alarido de las fanfarrias, los gemidos
de los cobardes ante el pelotón de fusilamiento. Confío en que tras los
disparos sobrevenga la calma.
Deseo
ahorrarme el esfuerzo de despedirme, la gloria de otros años no es la sangre que
ahora me debilita. Debo irme antes que asalte el alba, este cuerpo yace
impotente ante los ojos voluptuosos de esos médicos que quieren habitar mi coraje.
IV
Desearía
recordar los detalles de esta consagración sangrienta, volver a oír el aullido
de las cuchillas cayendo en picada, la blancura insoportable de las paredes, el
frío beso de la punta afilada que amputa para siempre la perversión, amar el
indefinido horror que se abre, y así extender mi odio a lo largo de este cuerpo
moribundo ofrecido a un banquete de cobardes.
Si
yo fuera el fuego hubiese arrasado con esos miserables, desde está cama los
hubiese azotado con látigos en llamas, pero mis fuerzas han disminuido, apenas
sostengo mi miembro, y me pregunto que hay allí abajo que las cosas caen con
tanta facilidad, mientras tanto esa mujerzuela demente, enfundada en su coraza
de latex como una anticipación de mi despertar aguarda hambrienta por los
restos de mis vísceras.