martes, 18 de octubre de 2011

EL TAMAÑO DE UN RELÁMPAGO

Por Marcos Freites
Hace muchas tardes, cuando el sol estaba más bajo y en todas las casas había música bailable, ella leyó con desgano el libro, al pasar con indiferencia las páginas supo que jamás podría llegar hasta el capítulo final. Al mismo tiempo había descubierto que tras los árboles que cercaban su casa los hombres se reunían a beber, y cuando se hacía de noche se arrojaban desnudos a la represa, dando gritos, soltando carcajadas inacabables. No hay dos hechos lo bastante separados como para que no puedan unirse, pensó y sumo hombre más libros sin que obtener otra cosa que un gran deseo de encontrar al viejo. Desde que sus padres habían decidido reñir a toda hora, decidió exiliarse en el mundo que habitaba el viejo. Un mundo regido por una densidad etérea donde todo el tiempo tenía la sensación de que iba a ocurrir algo o acababa de suceder. Estaban los libros, las películas, los discos, y lo que realmente había logrado interesarla: el relámpago íntimo. Al principio cuando el viejo le prometió mostrarle el relámpago íntimo, pensó que se trataría de alguna extraña forma de meditación oriental. En algún lado de Samoa hay una tribu donde sus miembros meditan con los penes amarrados por una cuerda. Pero esto, advirtió ella, se trataba de otra cosa, el viejo sería el último sujeto en este lugar capaz de interesarse en cosas relacionadas a ordenar la mente y calmar la ansiedad. Tampoco se trataba de técnicas de respiración, pese a que alguna noche mientras leían Heine, le había pedido que lo ayudara con una suerte de respiración clavicular. Era sumamente compleja, había que bloquear los músculos abdominales  y las costillas oprimiéndolas con las manos, luego tenderse en el suelo, cerrar los ojos, pensar en un color y expulsar todo el aire haciendo un gesto de contracción del abdomen. Tras varios intentos fallidos, decidieron que sería mucho más saludable seguir leyendo a Heine. La devastadora llama. /Vi que hasta el último soplo, de mi vida ella aspiraba, / y que jadeante de goces, /entre sus robustas garras/mi pobre cuerpo cansado/oprimía y desgarraba./¡Goce y placer infinitos! Varias veces leyeron esos versos, los degustaron lentamente como si en ellos se cifrara el futuro de esa relación donde ella era un valioso objeto palpitando en las manos del viejo que todo el tiempo amenazaba con apropiárselo, pero en el momento en que estaba dispuesto a hacerlo suyo, se arrepentía.
Así con mínimas variaciones las cosas continuaron hasta esa tarde en la que ella leía el libro y pensaba en los hombres que se bañaban desnudos. Había un personaje que vagaba por lugares empapados de dolor, niños que dibujaban nubes de formas curiosas, mercaderes que vagaban por los caminos ofreciendo el cuerpo de niños traídos de aldeas nubias. Había varias cosas más, pero jamás sucedía nada, era como si un continuo aplazamiento reemplazara la epifanía propia de otras lecturas, donde una frase reveladora acudía para darle fuerza, empujarla a continuar con la lectura.
Por esos días llovió demasiado, y las calles quedaron anegadas, tuvo que recluirse en su habitación, y durante ese periodo de encierro no pensó en otra cosa que en el viejo, lo veía llegar como un fugitivo, vestido  con ropas viejas, con los zapatos embarrados; lo veía acostado en su cama respirando con dificultad, los dedos cubiertos de nicotina. A veces cuando golpeaban la puerta de su casa, trataba de convencerse que lo encontraría  del otro lado. Pero no hubo señales. Salvo por el comentario de una amiga que creía haberlo visto en el aserradero, fumando bajo la lluvia, sin inmutarse por la creciente del río que iba devorando todo a su paso.
Cuando la lluvia amainó, tomó un taxi hasta el caserío donde el viejo se había instalado. Pensó en el relámpago íntimo, en que no debería contarle a nadie ese extraño procedimiento de placer aunque todo el tiempo tuviera deseos de compartirlo y hasta experimentarlo con algún otro hombre. Durante el recorrido vio unos niños casi desnudos lanzarse bolas de barro, vio unos perros famélicos morderse la cabeza en un charco de agua mugrienta, vio unas viejas empujando una camioneta  cargada de pasto. Cuando entraron al caserío el sol estaba cayendo, los últimos rayos parecían incendiar el chaperío, las latas que dividían las casas aún conservaban algunas esquirlas de luz. Tal vez esa luz espesa, había inspirado al viejo a crear el relámpago íntimo, y pegada a la ventanilla del coche, recordó los electrodos rozando su pubis, los cables que el viejo conectó con sumo cuidado en sus pechos, luego el cuerpo del anciano enrollado con el alambre que le había sacado a una bobina, los complejos circuitos eléctricos que rodeaban sus piernas, su pene deforme cubierto de cinta aisladora negra, la luz blanca que antecedía a ese instante inolvidable donde el relámpago íntimo abrasó su cuerpo, convirtiéndolo en una llamarada líquida.
El taxi la dejó una cuadra antes, le pidió al conductor que esperara por ella unos minutos. Avanzó por un angosto pasillo, hasta dar con la casucha. Golpeó con insistencia la puerta de madera, sin que nadie respondiera. Dudó un instante, y se decidió a abrirla. Lo hizo con cautela, entonces vio el cuerpo del viejo calcinado, boca abajo, y más allá el de una adolescente, semidesnudo. En torno a sus pechos había enrollado un fino cable de cobre, que aun despedía unos pequeños chispazos. Lo observó todo con unos ojos que no eran suyos, como si contemplara una vieja película donde suceden cosas sin provocar ningún sentimiento. Buscó en su cartera el libro, lo arrojó sobre el cuerpo del viejo, cerró la puerta y caminó con los ojos cerrados hacia donde la esperaba el taxi.
Ahora sabía que no tendría más límites que el recuerdo de esa visión que por un par de días la había dejado pasmada.

1 comentario:

  1. me encanto, esa historia de viejos maniacos que pervierten lentamente a mas de una pendeja santulona

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