miércoles, 31 de octubre de 2012

DOMINGOS FELICES






































MATA-TORMENTOS Y OTRAS DESHINIBICIONES


                                                                      Por Marcos Freites
 PARA RECITAR EN LA SOBREMESA

LA SOLEDAD DE UN ABRELATAS

El abrelatas ha salido del cajón

con restos de herrumbre

hay tristeza en los ojos del abrelatas

la mesa se ha encogido

y en las sillas solo hay siluetas

siluetas de hombres muertos

 desde aquí puede oírse el llanto

del abrelatas solitario.
EL HAMBRE DEL ÁRCANGEL
El arcángel bajo el mantel mendiga las sombras de la cena y calienta su divinidad bajo un guante deshecho.
En las lindes de la mendicidad colma su aliento de oscuridad.
Mientras dure la tristeza de la familia seguirá oculto, ahí, pensando que arriba, muy arriba, en un cielo jamás visto alguien aguarda por un arcángel en harapos.
Jirones de una gracia perdida en las mudanzas.
MOSCAS NUNCA VISTAS
Las bocas cerradas mastican moscas nunca vistas. Mastican moscas imaginarias.
Veo un gran moscardón. Tábano insaciable. Está en tu labio inferior, en el rojo ardor de tu floripondio, cubierto de adefesios, listo para empujar hacia la superficie. Desbocado placer.
Alabemos ese moscardón benedictino. En su zumbido alumbramos sexos resecos, carcasas de gabinetes oxidados, ampollas que fueron mariposas en otros días.
Cantemos la gracia de esa mosca azulada que revolotea en torno al excremento que nos obsequió la princesa del cuento.
Escuchemos sus lánguidas flatulencias. Admiremos esos ombligos desdeñosos.
Polvos oscuros canónigos.
Lenguas de viejos ascetas. Lenguas de párrocos ruiseñores.
¡Oh viejos sabios, astro sabio del placer! En tu lívida delicia deliró flaquezas el moscardón místico.
COMENSALES IMPROVISADOS
El niño que se aferra a los pechos de sus madres y como si fuera una lanza utiliza su miembro para golpear la oscuridad.
Ya ha crecido lo suficiente como para alimentarse solo.
A lo largo del pasillo hay lagartos.
Salen a medianoche a mendigar las migajas que arroja la familia.
Cada comensal es su propio verdugo.
ALMUERZO NEGRO
Joven comilón, traga tu muerte, en un rápido bocado traga tu caldo. Come tu pan viejo, joven comilón. Almuerzo negro. Octavio usa su caleidoscopio. Proyecta carrusel. Sobre la santa sombra del bocado. Rifa mordiscos hábiles. Muerde. ¡Muerde! Luego, joven comilón, tiraremos de la cola.
TRAZOS IRREGULARES
I
Ahora que la madurez acumula, de nuevo, en mi boca, balbuceos, debería detener esta marcha y juntar latitas de cerveza, papelitos de caramelos, cajitas de fósforos y hacer un gran collage.
II
Ella acabó sin pudor y arrojó su mente lejos de mi alcance. Esa noche los calambres no la habían dejado dormir. Daba escozor ver su piel carcomida por el cáncer.
PUERCO-LUNA
Él ocupaba la cama de ella-que solo existía en su cabeza-: por las noches un viejo sacerdote acudía a la habitación, sacaba una pipa muy larga y fumaba frente a la ventana hacia la brisa. Él amaba al párroco de frente calma, y lo imaginaba mientras su madre le reventaba sus forúnculos.
Después ese cristiano, desafiando a sus deseos, escapó de aquel cuarto, huyo hacia las tierras bajas, escapó para abrazar el fastidio de los deformes.
A esta altura ya lo llamábamos puerco-luna.
MATATORMENTOS
Mata-tormentos, llegó con las manos mojadas de deseo.
Las puso en torno al sexo desvaído de la adolescente que acaba de entrar por la ventana. Un reloj-arcabuz dio las siete. Bajo las sábanas de la cama que cruje el calor exaspera la ansiedad de los cuerpos. Ella se cubre las tetas y observa por la ventana un punto en el horizonte.
Piensa en su madre que arremangada amasa el pan, en su hermana que dará a luz, en la rudeza de Mata-tormentos.
No se entienden la mayoría de las cosas, murmura, y bebe de un trago el vaso de leche tibia.
De la calle llegan gritos de niños, ruidos de hojas que se deshacen en el viento.
IRREGULARIDADES
Nadie cree esto de estar metido en el barro con una colosal erección, pensando, ¡que herejía!, en una imagen de la Virgen María.
EXCITACIONES
Él ya no ocupaba la cama de ella –que ahora existía-, prefería dormir en brazos de su madre que era lo suficientemente como para excitarse cada vez que la rozaba. Soñaba con arpías que amasaban enanos muertos. A esa edad él acababa de festejar varios cumpleaños llegando a la verdad mediante la razón. Otra de sus ocupaciones era dispararle a los espejos.
Ella- que ahora existía- amaestraba jóvenes, los trataba con aspereza, igual ellos se acercaban con sus grandes y fastuosas cabezas para lamer su sexo cóncavo. Y así los días se arrancaban, sin conocer la causa de tanto balbuceo sordo.
Él a esta altura del relato observaba a una prudente distancia a ese párroco inefable que le hacía señales de humo por la noche.
SACA TU CONEJO AL CONEJO AL SOL
Señora, levántate, tu buen hombre está por llegar. Señora, ya no estés tan triste, apaga ese televisor y ponte tu vestido, tus ligas, tu calzón nuevo.
Olvídate que eres fea, amargada y caduca. Señora, saca tu conejo al sol.
Flaquilla tristona, tirolesa angustiada, saca tu conejo al sol.
Oraremos para que te den una gran estocada.
Oh, sí, nunca estuvo del todo bien.
Los ojos de tu negro conejo van a lagrimear sin tino cuando te avienten el moco supremo.
SACÁNDOLE LUSTRE AL FIERRO DE SIEMPRE
Techos blanquecinos.
Puertas que se abren hacia adentro.
Picaportes de caramelo.
En otras épocas te encerrabas en tu dormitorio, para reírte.
Ahora has comido demasiado.
Ya no van a venir los hombres de verde a socorrerte.
Podrías mirar por el ojo de la cerradura todo lo que tengo para mostrar.
TRÁNSITO LENTO

Conductor ebrio, toma y conduce. Puerco al volante. El camino ya no ve.
La ley se desintegra en el espejo retrovisor.
 Un coro de nubes arropa el coche cuando va a colisionar.
Mamá está loca. Se masturba en el asiento trasero.
No te rías, mujer, ese auto está a punto de volcar.
¡Qué nadie te paseé cuando estés desnuda!
Solo unos ojos rasgados pueden ver la sangre abrirse paso en la ruta mojada.


sábado, 27 de octubre de 2012

POEMAS IRRESUELTOS

                                                 Por Ariel Mardone
Ejercicio
¿De quién es ese animal oscuro y travieso que ocultas?
¿Por qué, sin emitir un solo sonido, se hunde en la flor con ojos de abeja
 y dientes de araña?
Viejos de la vigilia no se acuesten más en mi cama.
Viejos de la vigilia no dejen su saliva en la almohada.
Esto no es más que un ejercicio antes de iniciar la escritura.
Algo así como esconder el emblema del mal al pasar por una iglesia.
Algo así como hacer una fogata para esperar el invierno.
Mamá apunta a mi cabeza con una pistola.
Seguro que va a disparar.
Ella dice: habla, hijo, habla, pero nunca separes los claro de lo oscuro,
si lo que quieres es conservar la lengua intacta.
 
Poema Irresuelto
 
  Abismo roto me quedé sin verte del todo, pero decime, qué se puede hacer sólo con el nombre de la estrella, cuando la noche gime dentro del cuerpo de una mujer y las bombas estallan en todas las calles, y la ciudad ha sido sitiada. Es errar el disparo, pensar en el encierro infinito de los días de lluvia cuando venías a visitarme y me dejabas: cuadernos, lapiceras, témperas rojas, algunas pastillas.
Ahora el cambio no es favorable para ninguno de los dos, y el cepo cada vez nos aleja más.
¿Qué haremos con la distancia?
Mamá dice que ese barquito no regresará más.
¿Qué haremos con la distancia?
Todo esto se parece a un poema irresuelto.
Todo esto no es más que un poema irresuelto.
 
21/12

  Las sombras de los caballos muertos cubren la pared derruida. Y el nombre de la estrella es ajenjo. Ardiendo como una gran antorcha, decís y observas con detenimiento tus pechos en el espejo. Yo me cobijo en esa especie de presentimiento que antecede toda inquietud. Mañana será veintiuno de diciembre, si no me equivoco, susurras mientras acaricias el borde de tu sexo. Te afirmas en la ventana y ves los niños jugar en la calle. Hace un rato que no salimos a ninguna parte. No hemos hecho otra cosa que hacer el amor, decís y observas a través del caleidoscopio los días que no están en ninguna parte.
Valparaíso es un gran anfiteatro, tachonado de luces palpitantes, escribiste en alguna parte. Tenía el cabello oscuro como cuervos que atraviesan la noche, escribí en la pared cuando creímos que todo iba a volar por los aires. Pero parece que en esto de los finales, habrá tiempo suplementario.
La radio musita viejas noticias, un tren se aleja silbando a través del desierto, resuenan las sirenas de los barcos, y alguien pregunta por el nombre de la estrella.
El mundo fue edificado en un arrebato diabólico, decís y seguís mirando esos niños que seguramente nos sobrevivirán.
Al llegar la noche a ciegas empezaremos la guerra personal. Sabes bien, que mientras dure este conflicto seguiremos vivos, aunque los días como vos decís no estén en ningún lugar y el final de los finales se retrase hasta después de nochebuena.

Ariel Mardone. Nació en San Luis en 1994. No ha logrado entablar un vínculo emocional con los perros aún, ni ha podido terminar de leer ninguna novela de Balzac. Admira de una manera incondicional a Boris Vian, aunque esto no signifique demasiado.
Fotografía: Thomas Weir.



lunes, 22 de octubre de 2012

BARTLEBY Y COMPAÑÍA

                                                      Por Enrique Vila-Matas
 
ENCUENTRO CON SALINGER EN NUEVA YORK

31. Vi a Salinger en un autobús de la Quinta Avenida de Nueva York. Lo vi, estoy seguro de que era él. Ocurrió hace tres años cuando, al igual que ahora, simulé una depresión y logré que me dieran, por un buen periodo de tiempo, la baja en el trabajo. Me tomé la libertad de pasar un fin de semana en Nueva York. No estuve más días porque obviamente no me convenía correr el riesgo de que me llamaran de la oficina y no estuviera localizable en casa. Estuve sólo dos días y medio en Nueva York, pero no puede decirse que desaprovechara el tiempo. Porque vi nada menos que a Salinger. Era él, estoy seguro. Era el vivo retrato del anciano que, arrastrando un carrito de la compra, habían fotografiado, hacía poco, a la salida de un hipermercado de New Hampshire.


 Jerome David Salinger. Allí estaba al fondo del autobús. Parpadeaba de vez en cuando. De no haber sido por eso, me habría parecido más una estatua que un hombre. Era él. Jerome David Salinger, un nombre imprescindible en cualquier aproximación a la historia del arte del No.
 Autor de cuatro libros tan deslumbrantes como famosísimos —The Catcher in the Rye (1951), Nine Stories (1953), Franny and Zooey (1961) y Raise High the Roof Beam, CarpentersISeymour: An Introduction (1963)—, no ha publicado hasta el día de hoy nada más, es decir que lleva treinta y seis años de riguroso silencio que ha venido acompañado, además, de una legendaria obsesión por preservar su vida privada.
 Le vi en ese autobús de la Quinta Avenida. Le vi por causalidad, en realidad le vi porque me dio por fijarme en una chica que iba a su lado y que tenía la boca abierta de un modo muy curioso. La chica estaba leyendo un anuncio de cosméticos en el tablero de la pared del autobús. Por lo visto, cuando la chica leía se le aflojaba ligeramente la mandíbula. En el breve instante en que la boca de la chica estuvo abierta y los labios estuvieron separados, ella —por decirlo con una expresión de Salinger— fue para mí lo más fatal de todo Manhattan.
 Me enamoré. Yo, un pobre español viejo y jorobado, con nulas esperanzas de ser correspondido, me enamoré. Y aunque viejo y jorobado, actué desacomplejado, actué como lo haría cualquier hombre repentinamente enamorado, quiero decir que lo primero de todo que hice fue mirar si la acompañaba algún hombre. Entonces fue cuando vi a Salinger y me quedé de piedra: dos emociones en menos de cinco segundos.
De pronto, me había quedado dividido entre el enamoramiento repentino que acababa de sentir por una desconocida y el descubrimiento —al alcance de muy pocos— de que estaba viajando con Salinger. Quedé dividido entre las mujeres y la literatura, entre el amor repentino y la posibilidad de hablarle a Salinger y con astucia averiguar, en primicia mundial, por qué él había dejado de publicar libros y por qué se ocultaba del mundo.

 Tenía que elegir entre la chica o Salinger. Dado que él y ella no se hablaban y por lo tanto no parecía que se conocieran entre ellos, me di cuenta de que no tenía demasiado tiempo parar elegir entre uno u otro. Debía obrar con rapidez. Decidí que el amor tiene que ir siempre por delante de la literatura, y entonces planeé acercarme a la chica, inclinarme ante ella y decirle con toda sinceridad:
 —Perdone, usted me gusta mucho y creo que su boca es lo más maravilloso que he visto en mi vida. Y también creo que, aquí donde me ve, jorobado y viejo, yo podría, a pesar de todo, hacerla muy feliz. Dios, cómo la amo. ¿Tiene algo que hacer esta noche?
 Me vino a la memoria de pronto un cuento de Salinger, The Heart of a Broken Story (El corazón de una historia quebrada), en el que alguien planeaba en un autobús, al ver a la chica de sus sueños, una pregunta casi calcada a la que había yo en secreto formulado. Y recordé el nombre de la chica del cuento de Salinger: Shiley Lester. Y decidí que provisionalmente llamaría así a mi chica: Shirley.
 Y me dije que sin duda haber visto a Salinger en aquel autobús me había influido hasta el punto de habérseme ocur rrido preguntarle a aquella chica lo mismo que un chico quería preguntarle a la chica de sus sueños en un cuento de Salinger. Menudo lío, pensé, todo esto te sucede por haberte enamorado de Shirley, pero también por haberla visto al lado del escurridizo Salinger.
 Me di cuenta de que acercarme a Shirley y decirle que la amaba mucho y que estaba chiflado por ella era una absoluta majadería. Pero peor fue lo que se me ocurrió después. Por suerte, no me decidí a llevarlo a la práctica. Se me ocurrió acercarme a Salinger y decirle:
 —Dios, cómo le amo, Salinger. ¿Podría decirme por qué lleva tantos años sin publicar nada? ¿Existe un motivo esencial por el que se deba dejar de escribir?
 Por suerte, no me acerqué a Salinger para preguntarle una cosa así. Pero también es cierto que se me ocurrió algo casi peor. Pensé en acercarme a Shirley y decirle:
 —Por favor, no me interprete mal, señorita. Mi tarjeta. Vivo en Barcelona y tengo un buen empleo, aunque ahora estoy de baja, que es lo que me ha permitido viajar a Nueva York. ¿Me permite que la telefonee esta tarde o en un futuro muy cercano, esta misma noche por ejemplo? Espero no sonar demasiado desesperado. En realidad supongo que lo estoy.
 Finalmente, tampoco me atreví a acercarme a Shirley para decirle una cosa así. Me habría enviado a freír espárragos, algo difícil de hacer, porque ¿cómo se fríen espárragos en la Quinta Avenida de Nueva York?
 Pensé entonces en utilizar un viejo truco, ir hasta donde estaba Shirley y con mi inglés casi perfecto decirle:
 —Perdone, pero ¿no es usted Wilma Pritchard?
 A lo que Shirley habría respondido fríamente:
 —No.
 —Tiene gracia —podría haber proseguido yo—, estaba dispuesto a jurar que era usted Wilma Pritchard. Ah. ¿No será usted por casualidad de Seattle?
 —No.
 Por suerte, también me di cuenta a tiempo de que por ese conducto tampoco habría llegado muy lejos. Las mujeres se saben de memoria el truco de acercarse a ellas haciendo como que las confundes con otras. El «Por cierto, señorita, ¿dónde nos hemos visto antes?» se lo conocen de memoria y sólo si les caes bien simulan caer en la trampa. Yo, aquel día, en aquel autobús de la Quinta Avenida, tenía pocas posibilidades de caerle bien a Shirley, pues andaba muy jorobado y sudado, el pelo se me había quedado planchado, pegado a la piel y delatando mi incipiente calvicie. Llevaba manchada la camisa por una gota horrible de café. No me sentía nada seguro de mí mismo. Por un momento me dije que era más fácil caerle bien a Salinger que a Shirley. Decidí acercarme a él y preguntarle:
 —Señor Salinger, soy un admirador suyo, pero no he venido a preguntarle por qué no publica desde hace más de treinta años, yo lo que quisiera saber es su opinión acerca de ese día en el que Lord Chandos se percató de que el inabarcable conjunto cósmico del que formamos parte no podía ser descrito con palabras. Quisiera que me dijera si es que a usted le ocurrió otro tanto y por eso dejó de escribir.
 Finalmente, tampoco me acerqué para preguntarle todo eso. Me habría enviado a freír espárragos en la Quinta Avenida. Por otra parte, pedirle un autógrafo tampoco era una idea brillante.
 —Señor Salinger, ¿sería tan amable de estamparme su legendaria firma en este papelito? Dios, cómo le admiro.
 —Yo no soy Salinger —me habría contestado. Para algo llevaba treinta y tres años preservando férreamente su intimidad. Es más, habría vivido yo una situación de absoluto bochorno. Claro está que entonces podría haber aprovechado todo aquello para dirigirme a Shirley y pedirle que el autógrafo lo firmara ella. Tal vez ella habría sonreído y me habría dado una oportunidad para entablar una conversación.
 —En realidad le he pedido su autógrafo, señorita, porque la amo. Estoy muy solo en Nueva York y sólo se me ocurren majaderías para intentar conectar con algún ser humano. Pero es totalmente verdad que la amo. Ha sido un amor a primera vista. ¿Ya sabe usted que está viajando al lado del escritor más escondido del mundo? Mi tarjeta. El escritor más oculto del mundo soy yo, pero también lo es el señor que va sentado a su lado, el mismo que acaba de negarse a firmarme un autógrafo.
 Me encontraba ya desesperado y cada vez más empapado de sudor en aquel autobús de la Quinta Avenida cuando de pronto vi que Salinger y Shirley se conocían. El le dio un breve beso en la mejilla al tiempo que le indicaba que debían bajarse en la siguiente parada. Se pusieron los dos de pie al unísono, hablando tranquilamente entre ellos. Seguramente Shirley era la amante de Salinger. La vida es horrorosa, me dije. Pero inmediatamente pensé que aquello ya no lo cambiaba nadie y que era mejor no perder el tiempo buscándole adjetivos a la vida. Viendo que se acercaban a la puerta de salida, me acerqué yo también a ella. No me gusta recrearme en las contrariedades, siempre trato de sacarles algún provecho a los contratiempos. Me dije que, a falta de nuevas novelas o cuentos de Salinger, lo que le oyera a él decir en aquel autobús podía leerlo como una nueva entrega literaria del escritor. Como digo, sé sacarles provecho a los contratiempos. Y pienso que los futuros lectores de estas notas sin texto me lo agradecerán, pues quiero imaginarles encantados en el momento de descubrir que las páginas de mi cuaderno contienen nada menos que un breve inédito de Salinger, las palabras que le escuché decir aquel día.
 Llegué a la puerta de salida del autobús poco después de que la pareja hubiera descendido por ella. Bajé, agucé el oído, y lo hice algo emocionado, iba a tener acceso a material inédito de un escritor mítico.
 —La llave —le oí decir a Salinger—. Ya es hora de que la tenga yo. Dámela.
 —¿Qué? —dijo Shirley.
 —La llave —repitió Salinger—. Ya es hora de que la tenga yo. Dámela.
 —Dios mío —dijo Shirley—. No me atrevía a decírtelo... La perdí.
 Se detuvieron junto a una papelera. Parándome a un metro y medio de ellos, hice como que buscaba una cajetilla de cigarrillos en uno de los bolsillos de mi americana.
 De repente, Salinger abrió los brazos y Shirley, sollozando, se fue hacia ellos.
 —No te preocupes —dijo él—. Por el amor de Dios, no te preocupes.
 Se quedaron allí inmóviles, y yo tuve que seguir andando, no podía por más tiempo quedarme tan quieto a su lado y delatar que les espiaba. Di unos cuantos pasos, y jugué con la idea de que estaba cruzando una frontera, algo así como una línea ambigua y casi invisible en la que se esconderían los finales de los cuentos inéditos. Luego volví la vista atrás para ver cómo seguía todo aquello. Se habían apoyado en la papelera y estaban más abrazados que antes, los dos ahora llorando. Me pareció que, entre sollozo y sollozo, Salinger no hacía más que repetir lo que de él ya había oído antes:
 —No te preocupes. Por el amor de Dios, no te preocupes.
Seguí mi camino, me alejé. El problema de Salinger era que tenía cierta tendencia a repetirse.

Extraído del capítulo XXI de Bartleby & co. de Enrique Vila-Matas. Anagrama, 2000.