jueves, 27 de octubre de 2011

UN JUEGO DE PERDEDORES

Por Marcos Freites
                                A Matías, por atravesar las puertas del abismo con una sonrisa.
1
Estaba tras los pasos de una mujer, con la que en cierto modo nos habíamos querido. Una hija del goce, contaminada por los pinchazos de la locura, fatalmente hermosa. La primera vez nos amamos en el piso de un calabozo. Ambos fuimos encarcelados por iniciar la resistencia. Sus ojos me provocaban a veces placer, otras rabia. No era la mirada, lo que me irritaba, sino esos ojos que parecían muertos. Unos ojos fríos que conspiraban contra el paso del tiempo. Aquella tarde habían estado esos ojos, todo el tiempo observándome. Eso lo advertí después cuando me acerqué al mesón, y pedí otro vaso de vino. Entonces la vi parada allí junto a la pecera, donde un bagrecito gris flotaba a la deriva. Quise sonreírle pero los músculos de la cara se me habían endurecido. Arranqué con mucho esfuerzo mis ojos de sus ojos, maldiciéndolos, jurando que la próxima vez que los tuviera al alcance no dudaría en arrancárselos. Pensé en el camino que me había traído al mesón, en la cara de los hombres que iniciaban el éxodo a los bosques del norte, en la infinidad de ojos dispersos en la oscuridad pegajosa, y un pensamiento entre todos los pensamientos me irritó. Mire hacia donde estaba ella, temiendo que se hubiese esfumado, que con su desaparición me condenara a vivir eternamente en la incertidumbre de haber estado ante una aparición, como aquella vez junto al espigón cuando su presencia me dejó aturdido.
 
Ella seguía parada en el mismo lugar. Decidí acercarme. Ella permaneció con los ojos fijos en un punto, como si solo pudiera existir en la inmovilidad. Miré sus piernas tensas, clavadas al piso donde las manchas de licor derramado, comenzaban a volverse grotescas bajo la luz opaca, macilenta. Una lumbre helada que congelaba los huesos. Recorrí su cuerpo con mis ojos, me detuve en el cinturón luminoso, en la chapa metálica que pendía de su chaqueta oscura. Busqué en mi memoria algo que me permitiera hurgar en su interior sin ser visto, pero solo hallé la imagen de un blíster de pastillas  hundiéndose en un charco, en medio de la calle
2
Drogado  con las manos entre la cabeza había estado toda la tarde, solo y sin amigos, contemplando desde la ventana al sol moverse poco a poco a través de las frondas espesas de los paraísos que hay en el patio de la casa, pensando “ Elixicor, elixicor, elixicor ” y preguntándome que iba a hacer sin pastillas, eso y nada más: ¿ Que voy a hacer sin vos, Elixicor?”, y de pronto se hizo de noche, entonces me masturbé pensando en una compañera,  y me dormí convencido de que en medio del sueño, Elixicor, la rosa mística de la paranoia acudiría a cobijarme entre sus brazos fofos de luna podrida.
En el sueño distinguí la figura del asesino de gatos recortada por la luz mortecina de las farolas del jardín. Tenía los hombros anchos, músculos firmes, caminaba cómo un príncipe, su piel era blanca y suave. Detrás de él, estaba la mujer. Vestía sólo una túnica roja. Su pelo suelto era una llamarada. Soplaba el crepúsculo un hálito de menta. El columpio se movía agitado por la brisa nocturna. En el umbral de la puerta el agua estaba estancada. El asesino de gatos me miraba amenazante con los ojos completamente abiertos, la cara contraída por un fuerte espasmo. La mujer permanecía inmóvil, erguida en un asiento de madera humedecido por el rocío, las rodillas muy juntas y el cuerpo rígido. Daba la sensación de estar poseída por una fuerza oculta, abismada en una cosmogonía lejana.
Me desperté con un dolor de cabeza venenoso, fui hasta el baño, observé mi  cuerpo desnudo, sólo pude ver los efectos provocados por la falta de Elixicor. Todo era tan insoportable sin pastillas que empujaran hacia al fondo, el único lugar donde podía respirar. Después de darme una ducha, preparé café y me senté en el patio a desayunar. Luego volví a la habitación, y comencé a acomodar deprisa mis cosas en una mochila, creí que tenía sanguijuelas en mis zapatos deshechos de polvo, y esa era una señal de que debía salir cuanto antes a la carretera para reencontrarme con el sol. Mamá tal vez aún permanecía escondida oculta en el placard desde la noche anterior cuando toda la familia jugó a la escondida. Papá roncaba en el sillón frente al televisor sintonizado en un canal muerto. En el cuarto de al lado mi hermano y su novia dormían exhaustos luego de una ardiente noche plagada de sexo y alcohol. Fuera, los árboles tenían un aspecto misterioso cómo si alguien invisible para mis ojos anduviera brincando de rama en rama.
Entonces  Annabella entró en mi habitación con un antifaz, soltó una risita cómplice, sus pequeños dientecitos brillaron a través de los labios entreabiertos. Después de saludarme efusivamente con un beso en la mejilla me preguntó:
-¿Adónde vas? Me parece que hoy no es un buen día para ir a ningún lado.
La miré sin decir nada, luego me dejé caer pesadamente sobre la cama y  encendí un cigarrillo. Ella permaneció de pie contemplándome, mordiéndose los labios, apretando con fuerzas el espaldar de la cama. Alguien golpeó la puerta. Ella instantáneamente abrió. Entonces apareció un tipo corpulento, con un lunar en la mejilla. Saludó con un beso en la boca a la chica. Me miró  fijamente, como queriendo hacerme trizas con su mirada. Me pareció reconocer ese rostro. Se acercó hasta donde yo estaba, me alargó su mano gorda y velluda. Después de saludarnos, todos guardamos silencio durante un largo instante. Traté de pensar en el lugar en que lo había visto antes,  pero no hubo conexión.
Disculpen, dije levantándome, antes que ella me explicara de donde nos conocíamos. Tal vez nos conocíamos del instituto de aspirantes. Tiempos del pelo corto, de la pulcritud, de la obediencia  y la disciplina. En honor a la verdad  fueron dos semanas apenas, a la tercera me mandaron de vuelta a casa con un diagnóstico que hasta hoy, supongo debe ser el mismo: maniaco-depresivo. Era sorprendente aquellos días como me iba del exceso de amor a la falta de total, de los elogios a la hipercrítica.
Salí a la calle por la puerta trasera. La mañana me miraba con un dejo de bondad. El sol esparcía su fuego sobre la tierra húmeda recién arada. Empecé a caminar, preguntándome que haría sin Elixicor, convencido de que sólo esa maldita pastilla podía rescatarme de la diabólica irrealidad en la que vivía y llevarme a escribir algo que justificara mi existencia. Dejé mi casa y enfilé hacia el poniente por la calle de eucaliptos. Un fuego fatuo me quemaba las entrañas. El mundo era un aletargado carrusel donde no había espacio para quijotes, pues si  la realidad no los mata, los ignoraba. El destino no tenia espacio para náufragos ávidos de vivir una continua e interminable aventura.
Mi alma al igual que la de Perniciosa, esa chica que me penetra en sueños, era un péndulo que no se movía a voluntad. Pero de alguna forma yo había aprendido a seguir sus movimientos, a desentrañar los mensajes que ocultaban sus ciegas oscilaciones. Al llegar al viejo puente busque un recuerdo que me distrajera. Recordé a Perniciosa montando una yegua castaña, corriendo con el cabello al viento por el club de polo de Baton Rouge. Al llegar al cruce, me senté y miré la serpiente negra brillar bajo el sol. Intuí que allí, en alguno de los sitios a dónde iría, se encontraba la llave de mi porvenir. Después me puse de pie, escupí el chicle y comencé a caminar. Adelante había una luz. También pastillas.

3

Aquí estoy en un cuarto de un hotel roñoso abatido por mi oscura desolación, absolutamente solo, con mis libros, mis apuntes y desde luego con el polvo que Dios me dio para auto lacerarme. Hay un océano de silencio a mi alrededor, hay algo indescriptible, una callada muerte que se mece entre las sombras, una lejana tristeza suspendida. Casi muriendo ya, hundido en la espera imposible, izando la bandera de mi amarga soledad, preguntándome por qué te siento tan distante, en este día de sol.
Nada dejó la noche miserable en la retina de estos ojos acosados por la lujuria, sólo un leve susurro que se apagó con los primeros acordes de un bolero, una sombra raquítica que cruzó en silencio el salón, luego los balcones de la casa se llenaron de aleteos, y sonaron campanas con insistencia hasta abrir un tajo en la oscura piel de la conciencia.
La forma de los cuerpos que danzaban en la penumbra  se parecía a  un leve recuerdo, a una mentira inventada por la turbia desdicha del alcohol.
Jimena no estaba en la lista de invitados, pero no le importó demasiado y se aterrizó en la fiesta vestida de negro.  Su piel a la luz de los reflectores, tenía el brillo trémulo de una perla. Los espejos se cansaron de repetir su nombre. Todo lo que estaba aquí parecía estar en otro lugar. Bebimos vino de la misma copa. Nos apoyamos frente a la ventana, contemplamos con desgano las luces que parpadeaban sobre el horizonte.
Se hizo infinita la espera y saco de su cartera un atado de Virginia Slims,  y fumo mil cigarros antes de la cena. Antes que llegaran los mozos con las bandejas  se despidió con un beso en la mejilla y salió a la calle del brazo de un adolescente. La miré sin ningún deseo esfumarse junto a ese chico, cuya cara estaba invadida  por un cúmulo de granos. No dije una sola palabra, y me quedé sentado al lado de Annabella que no dejaba de tomar.
Con Annabella nos habíamos conocido los primeros días del nuevo milenio, recuerdo que ese verano  poníamos  las mochilas en el asiento trasero de su Peugeot  y  cuando el sol comenzaba a surgir entre los edificios, partíamos sin prisa hacia las tierras altas del norte. Anabella siempre llegaba medio dormida, sin pintar, sin arreglar, medio rota por la noche pasada.
Aquella noche no tenía mucho para contar, era una noche de preguntas embebidas de miedo, de ropa que entraba y salía del placard.  No había nada para mí, sólo un olor a espera inútil. Mis ilusiones se apagaban como blues añejos. Mis ojeras profetizaban un oscuro conjuro. En mi palma resplandecían los destellos de una estrella alumbrada por la ruina. En el rescoldo de la hoguera se dibujaba la mano sangrienta del verdugo.
Tomé unos tragos y decidí marcharme. No tenía sentido quedarme junto a esa amplia manada de idiotas que movían sus cuerpos castigados por el sol, al son de una cumbia pendenciera. De manera que  tomé mi abrigo, me despedí de Annabella, y me fui.
Salí a la calle desierta, fumé el último Parisiennes, convencido de que era un perdedor. La chica tentación se había marchado junto a un chico, que no superaba los dieciocho años. Herido había quedado el viejo tigre, solo en la fiesta, sin ganas de escuchar ni hablar, ni siquiera de bailar. Mi cuerpo sin duda en un ligero roce se había hecho memoria de su cuerpo, y en la soledad la presentía, en la inquietud de todo lo que tocaba me figuraba sus ojos sosegados que en cada mirada encendían en mí las rojas llamas de la lujuria.
Entré a un bar, pedí un escocés a las rocas. En la mesa de al lado una chica pecosa le contaba a una amiga, un cuento acerca de una muchacha que chupaba pijas en colectivos de larga distancia. A  esa hora todas las luces parecían cansadas, pálidas, eclipsadas por los albores de la aurora. En la mesa quedaban desperdigados sueños imposibles de mira, y la tierra yacía amenazante presta a cubrirme. Frente a la copa vacía, decidí quedarme a solas con mi dolor, embargado por la tristeza, observando con resignación como el lápiz huye, se hace trizas en la hoja en blanco estéril arrugada por la intemperie.
4
Muriel  en la soledad del campo, donde no ocurre nunca nada, inmersa en un sueño, oculta tras las gafas de sol, escribiendo una carta con silencio, con viento, con nada. La página inundada de pájaros mudos. La puerta que se abre hacia el infinito. Los puercos bajo el sol, hundidos en el fango de la última lluvia. La risa de las margaritas entre las perlas del rocío. ¿Qué dijo? ¿Qué decía, la trémula brisa en el ventanal?
Palabras que suelta el viento, palabras eran, pero ¿qué palabras? Caían sobre una mesa. Y había luz en la ventana. Una luz muy oscura. Ahora los ojos se escapan buscando los sonidos, revolviendo miradas, bolsillos que esconden monedas falsas, nidos desolados por la primavera, hojitas de muérdago y flores marchitas: todo lo quieto.  Sacude las manos  para encubrir, por si cayeran, las palabras, al suelo, con un sonido comprensible. ¿La entiende alguien? El resto del papel, meditando en silencio, oscurecido por las velas, recorrido por la birome sin tinta, por la voz de  muda del poeta, se dejará mirar con ojos de luciérnagas. Sabré del sabor de la hiel, me punzaran las entrañas, aprenderé a llorar con mi sombra y a cargar la cruz del fruto de Jesús; pero también probaré la miel sagrada de la rosa, la carne de la pudorosa deidad. Al final del día tendré sangre virgen en las venas, y entre mis piernas la muerte será mariposa en pleno arrullo.
5
Me agito en la intemperie, en un sórdido carrusel de presencias rotas que inventé una noche para acallar el silencio, busco entre todas las voces que me pueblan  un atisbo de la dicha perdida, pero solo encuentro manos heladas que me ofrecen consuelos transitorios, y no puede dejar de sentirme arrastrado por sus ojos, y así en esta oscura marcha de dolor vivo, muero, y vuelvo a resucitar, sin rencor, solo con mi botella de Bourbon. Se escucha un triste tañido de campanas, es como si toda la tarde hubiese goteado pétalos de azucenas marchitas, como si en este instante una silueta grotesca se desdoblara en el espejo.
Esta tarde me he sentado en el umbral de mi desazón y he visto pasar mi juventud enferma y agonizante a punto de extinguirse como un faro castigado por la tempestad, como un leño presto a convertirse en ceniza, y también te he visto a vos, resplandecer como una herida alumbrada por  otra herida aún mayor entre la tiniebla de todos mis recuerdos. Pronto llegará la hora del paseo solitario, ya sin mariposas ni claveles, tan sólo con los restos que dejo el amor perdido, y así abriré la puerta, con miedo, con polvo en los ojos, con la extraña sensación de que todo se derrumba.


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