sábado, 12 de septiembre de 2009

NOS ENCONTRAREMOS ALGÚN DÍA


Por Luciana Garamondi
Tal vez cuando los vientos dejaron de soplar la felicidad inesperadamente me encontró haciendo dedo para volver a casa bajo una suave llovizna. Al subir a ese 11/14 destartalado supe que retornaba definitivamente a Las Lajas, poco me importaba ya ese chico que lloraría mi ausencia a miles de kilómetros de aquí. Por primera vez en mi vida estaba convencida de que la decisión que tomaba era la acertada. Desde hace un tiempo había decidido dejar de juguetear con la estúpida idea del suicidio. Ya no me divertía leer a Cioran, quería olvidar el inconveniente de haber nacido. Al diablo con sus amarguras y su cinismo. Esta vez si los asesinos llevaban perlas. Los ojos marchitos de ausencias al fin distinguieron otras claridades. Cuando los potros infatigables detuvieron su alocada carrera ahí estaba él, con el traje oscuro, con esa mirada triste que evoca amaneceres mutilados, flaco, con esa melena acaracolada, bajo el ultimo destello de luna a punto de quemar las naves. Los ruiseñores volaban de árbol en árbol, no había mucho que decir, el silencio había edificado un muro entre los dos, las musas con los pies encadenados fornicaban en fríos hoteles transitorios con funcionarios del gobierno. Eran los últimos días de aquel fatídico año dos mil uno, nos agitábamos en la orfandad definitiva, ya no había garantías, atrás había quedado la adolescencia encantada, los jardines cerrados y ordenados rayados por leves rumores de luna, con puñales oxidados habían roto la armonía, la habían despedazado sin piedad en camas miserables, poco a poco la familia fue desapareciendo, primero los abuelos, más tarde los tíos.
   Nuestros padres se fueron a dormir al frío lecho dejándonos huérfanos de conversaciones dichas a media voz y de miradas cómplices entre padres e hijos, mientras fumaban sus cigarrillos en las noches veraniegas, sintiendo bullir la vida del río a su alrededor. Los primos huyeron de allí, buscando fortuna lejos de un lugar que se moría, un espacio sólo para viejos, azotado por los vientos del norte y los sofocantes calores del campo. Se me presentó desde el primer día como el centro del único universo masculino, recuerdo que me fascinaba ese rostro de eterno adolescente, esas ojeras que me contaban historias de desamor y soledad. También debo reconocer que fue el primer hombre que me hablo con sinceridad pues se atrevió a decirme que era una infeliz, y aunque parecía ruidoso y rústico, en su condición de presa de un regidor posesivo de sus sentimientos, necesitaba de mi ayuda para salir de la telaraña en que se encontraba. Secretamente lo amaba y esperaba de él que no me dejase volver nunca más a vagar sin esperanza en el mundo de la gente común. Deseaba que se desatara su corazón en el inmenso Everest  de los deseos más inverosímiles y así poder abandonar por fin el torreón cerrado de su castidad masculina. Estaba harta de no encontrar un rato de paz bajo la luna, de no poder soñar bajo las estrellas, de no conseguir escuchar los susurros de placer que soltaba mi madre cuando venía aquel amante a visitarla, el rumor marino de unos delfines azules y el aroma agridulce de sus geranios eternos.

 Ahora él estaba en la banquina de una secundaria carretera provincial con la lluvia cayendo en sus zapatos rumbo a Bell Ville dónde Rubén Rogelio Almada con la guitarra preñada de penas y alcohol, con un libro de Wilde bajo la almohada desfallecía. Condujimos el coche tan lejos como pudimos, lo abandonamos al este, cerca de Laboulaye. Rompimos en una noche triste y lluviosa, ambos estábamos de acuerdo que era lo mejor. Mientras él se alejaba me volví para mirarlo por encima de mi hombro, lo oí decir "Nos encontraremos algún día en el frío y solitario cruce."

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