miércoles, 30 de junio de 2010

LA ÚLTIMA NOCHE DEL PROFETA

-Para conocerme mejor debes acercarte, dijo Ella, y se sentó en la cama con los ojos extraviados.

-Te conozco demasiado, respondí casi sin mirarla. Tras la ventana un tren con las luces encendidas se alejaba bajo la lluvia hacia el oeste. Afuera se oía el ruido ahogado de las máquinas de demolición. El soplo caliente de las dunas se arremolinaba sobre el follaje de los árboles calcinados.
-Me conoces hasta dónde yo he dejado que me conozcas, murmuró y se acercó hasta dónde yo permanecía sentado intentando ordenar mis pensamientos.


La miré como se mira a una extraña, y supe que de una vez para siempre sus ojos me eran ajenos, que luego de la explosión aquella mujer habitaba un cuerpo desobediente, un cuerpo que era inmune a cualquier orden.
-Ahora que lo pienso bien, respondí, te desconozco, ya nada te puede dominar. Tal vez debería ir a buscar a mamá.
-Es inútil, no tienes equipo para atravesar la ciudad, ni siquiera una máscara antigas. Además como tú dices, mamá debe estar muerta.
-Podría tomar el coche y rodear la ciudad. Sabes que lo he hecho en otras situaciones de emergencia.
-No seas idiota, la ciudad está cercada por las patrullas. Hasta los atajos deben estar cercados.
- Entonces debería quedarme contigo.
-Me parece bien, sólo que me preocupa algo, dijo, y alzando la voz salió de la habitación.


Escuché el ruido de sus botas atravesar el largo pasillo, luego subir la escalera hasta la planta alta. Intenté sintonizar alguna radio que diera alguna noticia de último instante pero la mayoría estaban intervenidas, y sólo estaba al aire una radio cristiana dónde un profeta evangélico daba gritos de algarabía debido a que el fin se acercaba, y pronto su tribu se reuniría con Cristo. Uno o dos pensamientos psicóticos me atravesaron la cabeza. Apagué la radio y busqué algo de combustible, quizás incinerándonos era la única forma de salir de la cabaña pronta a desmaterializarse. En ese instante bajó Ella cubierta apenas por una toalla que dejaba al descubierto su pecho de amazona.
-Empecé a llenar la bañera, vamos a refugiarnos ahí, pronto habrá una nueva explosión. Al fin tendrás lo que siempre deseaste, susurró y volvió a subir.
Aspiré profundo, me mordí los dientes, luego me eche en la boca un puñado de grageas estimulantes acompañadas de un sorbo de aceite especial, y subí con la mente sobreexcitada.
-Debo mostrarte algo, dijo y hurgó entre los cajones de un mueble.
-He visto demasiado, contesté, quizás ya no me interese ver nada.
-¿Y si te digo que tengo una Tunguska 1908?
- Hace mucho que no oigo esa palabra. La había olvidado por completo.
-Verás una auténtica Tunguska 1908 capaz de provocar grandes descargas electromagnéticas. Debemos ser cuidadosos, durante todos estos años estuvo viva, me aconsejaron aniquilarla, pero desde hace un tiempo me fue revelado la inminencia de está catástrofe, y decidí preservarla.
-Me interesaría verla, debe ser una máquina demasiado compleja, más aún si ha permanecido viva tanto tiempo.
Buscó entre la ropa sucia una caja metálica, le dio tres golpes, acercó el oído y dio un grito de júbilo.
-¡Aquí está! ¡Aquí está!, exclamó, tú te encargarás de abrirla.
Traté de recordar las antiguas Tunguskas, hubo una época en que me encargaba de desactivar estos engendros. Recordé una modelo Tesla que habían utilizado para adaptar a los estudiantes del nivel medio al ritmo fabril. Eso había sido antes de que fuera reemplazada por la Vanavara que era más versátil y menos peligrosa. Sin pensarlo abrí la caja de un modo violento, y vi la máquina encendida, vívida, con su gabinete rojo y sus antenas cromadas, lista para hacer su trabajo devastador.
-Deberíamos programarla ahora mismo, ordenó.
-Quizás si la utilizamos de forma correcta nos expulse hacia algún refugio, contesté, tratando de recordar el código común.
-Es una estupidez, repuso ella, está máquina jamás nos salvaría, para lo único que sirve es como solución final.
Tenía razón fueron construidas para hacer el trabajo sucio que el hombre se negaba a hacer, y eran fieles a su función. Ingresé el código y activé su mecanismo. Pude oír el traqueteo de sus engranajes, el zumbido de sus pequeñas hélices, la cuenta regresiva dictada en una lengua muerta. Ella apagó la luz y se sentó a mi lado.
-Ahora sólo nos queda esperar, dijo acariciando suavemente mi cuello, su mecanismo es infalible.

M.g.Freites

























Ilustración: Cecilia Rizzo

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