sábado, 6 de marzo de 2010

LA BALADA DEL EQUILIBRISTA

              Mis sobrinos estan mirando los dibujitos, y uno de los personajes dice: " Los amigos no desaparecen, simplemente se vuelven parte de la invisibilidad para que surja algo nuevo". ¿Pero que surge? Seguro que no es el peso de la ausencia.Sería demasiado obvio, y la niñez es cualquier cosa menos obvia. Entonces me puse a pensar en mi primer amigo de Rock and Roll, Gastón, y recordé su casa.   
  La casa permanece deshabitada, oscura, huérfana de nuestras risas ebrias, con musgo en las paredes, rotos los cristales de las ventanas, el jardín repleto de malezas y escombros, en el patio se siguen amontonando volantes de publicidad. Gastón hace un tiempo renunció a la vida, se cansó de sangrar a oscuras atrapado en esos huesos carcomidos por la crudeza de los inviernos, se soñó capitán de nubes aquella mañana clara de julio y arropado por unos fríos copos de nieve buscó reposo en el lecho celeste. Malvivió sus últimos días en una villa de emergencia, estaba por ser padre por tercera vez, no había cumplido veinticinco años, ya no escribía poemas de amor ni entonaba dulces tonadas; sus musas con los pechos mustios y arrugados agonizaban envueltas en una cortina de humo, con los labios chorreados de lúpulo recorría las calles de la ciudad vendiendo baratijas, chucherías, anillitos con esmeraldas de plástico, cajitas musicales con melodías tristes.
  La última vez que nos vimos fue en “ El molinito azul” de madrugada, con unas copas de más y ese deseo amargo de quemar las naves, dar el gran bostezo y marcharse quien sabe a dónde. Ambos admirábamos el lascivo show que ofrecían las caderas de Pía y Maia, esas actrices de tobogán roto que ataviadas en plumas y lentejuelas, junto a un pajarraco apodado Bobby representaban con mucho humor lúbricas escenas de la vida conyugal. Gastón se veía tan bien, con los pies extendidos en una silla, con el mechón de pelo azabache cayendo por su frente y el vasito de tres plumas. Eran los últimos días de aquel fatídico año dos mil uno, plagado de catástrofes, en el que mi generación perdió en un abrir y cerrar de ojos la ingenuidad, y comenzó a vivir con los dientes apretados, convirtiéndonos poco a poco en huerfanitos que preferían elegir un nuevo disfraz antes que hundirse en la cruel realidad. El azar nos había juntado en ese antro de luces mortecinas, cuyos baños fueron testigos de picaduras letales y de fellatios ocasionales. En esa época Gastón vivía en un cuartucho de un ambiente, con las paredes empapeladas con fotografías de jugadores de fútbol, junto a Ivana el amor de su vida, la madre de su primer hijo; al fondo en un patio de tierra cómo única vegetación se alzaba una inmensa planta de cannabis sativa, a la cual mi amigo le prestaba especial dedicación. En el cuarto, había fotos polaroids de viejas estaciones de servicio por las que mia migo, sentía especial fascinación.
   Por aquel entonces yo había comenzado a tener una vida noctámbula, y al volver del colegio me quedaba dormido en el colectivo y aparecía en sitios alejados. Lo asombroso en aquellos días era encontrármelo a Gastón sentado a mi lado, leyendo algún comic, o cruzármelo de frente en cualquier calle, en diferentes barrios. A veces me ignoraba, hacía de cuentas que no me veía. En muchas oportunidades acaricié la idea paranoica de que me perseguía, de que se había obsesionado conmigo y secretamente urdía algún plan perverso. No era fácil mantenerse en pie, cotidianamente asistíamos a pequeñas muertes, habíamos comprendido lo trágico y sus voluntades, en el viento flotaba esa sensación de que muchos sueños se habían desbaratado para siempre; algunos amigos se habían extraviado en los laberintos azules de una secta y se habían auto condenado al encierro, a la oscuridad, otros salían a la calle temerosos con el rabo entre las piernas, sabiendo que los sabuesos de toxicomanía los tenían acorralados; en medio de tanta incertidumbre solo una certeza podíamos atisbar: no se podía confiar en nadie, ni siquiera en nuestros padres.
    Recuerdo que en ese tiempo usábamos como guarida, la casa de Nicolás Marzol, quien llevaba la delantera en cuanto a medallas y trofeos conquistados con su poesía sentimental, cuyos versos almibaraban el duro corazón de las señoras casadas y aburridas que asistían a los certámenes de poesía organizados por el gobierno. Nos instalábamos ahí, hasta que pasará la tormenta, luego retornábamos con la frente alta, en busca de las musas y los ruiseñores, convencidos de que éramos jóvenes y hermosos, casi inmortales.


¿ Qué es la poesía?- le pregunté un domingo de lluvia en San Francisco del Monte de Oro, después de jugar un partido de fútbol. Se puso de pie y recorrió con la mirada las paredes estropeadas de aquella casucha con techo de chapas de zinc que usábamos como vestuario, luego me abrazó y señalándome una mancha de humedad en el tirante, me dijo:-Ves, ese león brincando entre llamas, ese oscuro andrajo oscilando entre las dunas, ¿Podes ver esa muchedumbre de árabes enfurecidos que avanza entre una tormenta de arena, con antorcha en las manos? Bueno, eso puede ser poesía, así cómo también escribir: “Sobre tu esmeralda fría/ mi carne no quería/ quemar / mi corazón se volvía/ verde como la carne de la mar.
Después la huella vertiginosa de las desapariciones, cómo una madeja soltó sus corolarios de sufrimiento, la muerte no tuvo cuerpo, y desde las gradas vacías pájaros oscuros parecían aplaudir con su lóbrego aleteo. Su muerte se subió a mi garganta como un sollozo, ya no pude caminar, en mi oscura concavidad derramé mil lágrimas, tal vez la lívida luz de sus huesos me cubrió y la pálida dama se fue acercando y comencé a tener miedo.
 Crecimos casi sin querer y algo nos golpeó con rudeza. El pueblo ya no volvió a exhalar los mismos aromas, los días fueron como gitanas sin pies desnudándose en una fuente, nos fuimos preñando de alegrías indecorosas y los domingos ya no se coronaron de crisálidas ni hubo una sucesión de lunas dormidas sobre ascuas de topacio. Comenzamos a vivir épocas signadas por el abandono y el desamor, conocimos mujeres con pelambres de panteras enmohecidas, con más de una prohibición, un seno tímido y unos cuantos tiros en la espalda, con bragas colgadas como hiedras desde la ventana de un cuartel, nos hurtaron los robles ocres caramelos y las guitarras deshechas de polvo delataban el luto, en el que comenzamos a vivir, soñando con un ansiolítico del tamaño del sol que tapara tanto agujero abierto tan de prepo. Comprendimos que las posibilidades de un buen final eran nulas, que el mundo no era más que una libélula moribunda sin alas, ya no había luciérnagas en nuestras cabezas; de repente nuestros cuerpos se habían vuelto desobedientes, nuestros padres comenzaban a incubar raras enfermedades, las mascotas arrastraban su sarna por la tibieza de nuestros columpios, había derrumbes de babeles zurcidas con hilo dental y los blandos dedos se marchitaban al hundirse en secas delicias.


Gastón concebía a la muerte, como un arco iris oculto tras un abismo, y la esperaba con dudas, pero sin temores pues anhelaba que esa puerta lo llevara hacia otra luz, hacia otra orilla donde fuera imposible encontrarse con las cenizas de sí mismo. Todavía lo puedo ver herido, con una interminable bufanda roja cayéndole por el cuello como una serpiente encantada, con la sonrisa fluyendo de cada herida, de cada hematoma, lo veo regordete, pálido, habitando un cuerpo ajeno, extraviado en un drama brutal de envilecimiento y degradación, montado en las calles polvorientas de ese pueblo, que dio su estertor junto a nuestra infancia. Tal vez esa imagen teñida de sangre, consolada por una mueca dulce, sostenida en un mi mayor, sea cómo un tesoro hallado a un paso de mi perdida de intereses por bucear, una perla que con su fulgor nos incita a seguir buscando ese nido que en tierra abandonamos un día.


“A otros les brotan las coplas /como agua de manantial;/ pues a mí me pasa igual;
aunque las mías nada valen,/de la boca se me salen /como ovejas de corral.
Que en puertiando la primera,/ya la siguen los demás,/y en montones las de atrás
contra los palos se estrellan,/y saltan y se atropellan/ sin que se corten jamás.”
Martín Fierro, J. Hernández

m.g.f

Foto: Robert Frank

1 comentario:

  1. ES ABSOLUTAMENTE MA-RA-VI-LLO-SO MARCOS, CUANTA MUSICALIDAD, CUANTA SANGRE Y CUANTA VIDA..." SIN DUDAS TE BROTAN LAS COPLAS COMO AGUA DE MANANTIAL...Y SALEN DE TU BOCA COMO OBEJAS DE CORRAL...
    GRACIAS POR COMPARTIR TU ARTE...GRA-CIAS!!

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