domingo, 3 de enero de 2010

DE ÁRBOLES CAÍDOS (capítulo III)

Capítulo III
Escupí en una esquina y tomé la última lágrima que había rodado por mis mejillas la noche anterior. Con mucho cuidado, la sostuve entre mis dedos, era tan frágil y a la vez segura de ser. La lágrima sostenía todo el dolor de un enamorado, su interior era la humedad del calambre del alma. Jugué con ella entre mis dedos y lo supe; supe lo que tenía que hacer. Fui caminando con la fragilidad de la lágrima entre mis dedos hacia el patio. Ahí, sobre el lago artificial donde la abuela criaba peces multicolores, dejé la lágrima; y tal como lo había pensado, flotó a centímetros de la superficie. Latente y frágil; en su alma mojada se escondían los rayos de luz, tomaban fuerza, y salían llenos de vida. La pequeña gota se alzaba valerosa y decidida, la observé unos instantes y salí a la cruel realidad. En la calle el cielo se había nublado, las sombras jugaban en las veredas. Parecía haber llovido, los autos salpicaban a las viejas en las esquinas, algún pájaro valiente cantaba a la oscura ciudad, que espiaba en penumbras. Era viernes, miré el reloj, ocho menos cuarto de la tarde; debía apurarme. Ocho, justó a la hora, frente a la Universidad. Y tal como lo predijo algún dios agonizante en la mente de la que lee el rosario para comprar un pase, salió otra vez ella. Otra vez el deslumbramiento, la belleza, la totalidad, el deseo, la historia que se va, el futuro que murió. Solo ella, caminando entre la gente. Masticando mil frases, reprimiendo gotas; encendí el motor. La renoleta desesperaba, éramos chicos malos, la bondad fue asesinada y su cuerpo arrojado a algún campo. La seguí, nos separaba su indiferencia a mis repetidos suicidios.


Una cuadra, se despidió de sus compañeras, Pedernera y Rivadavia, Pedernera y Gral. Paz, la policía, recta final, si mis cálculos no fallaban, debía ir por la Ituzaingó, hora de actuar.


Me paré en la Sucre y Pedernera, me picaba la cara tras el pasamontañas, ella miraría el auto pero no lo reconocería. Caminaba a casas de la suya, y con un impulso violento, el rugió, paré a su lado, y antes que me mirara, la tomé y la metí en la parte trasera de la máquina, con una rapidez que no conocía, pero que descansaba latente en mi interior, até sus manos y pies, coloqué una mordaza en su boca y manejé hasta casa.


“No nos conocemos” habían sido sus palabras la última vez que nos vimos, y ahora sentada en el asiento trasero, sola, mirando fijo mis ojos por el espejo retrovisor, ningún signo de desesperación mostraba su cara. Ya lo había decidido y tenía que hacerlo. Llegué a casa con la tranquilad de sus ojos ahora tristes, la tomé entre mis brazos como pidiéndole permiso, la cargué al hombro cuidando de no hacerle mal. Adentro todo seguía como lo había dejado, la mesa de plástico corrida, los pedacitos de engrudo desparramados por el piso, la puerta trasera abierta.


El patio comenzó a vibrar cuando entré. Con el cuidado de Abraham en el momento de matar a su hijo, con esa suavidad de padre, la deposité en el asiento, bajo la parra. Su mirada, sus ojos destellaban la tristeza de un desierto, la soledad de un camino y a la vez, la templanza del planear del un cóndor, la imponencia de una montaña tan silenciosa. Dejé de mirarla, no podía permitirme llorar, la última lágrima ya estaba sobre el lago, flotando aun.


Daniela no retiraba sus ojos de mí, no había reproche tras ese negro lleno de vida, entonces me saqué el pasamontañas y una brisa jugueteo con mis pelos, no mostró ni un dejó de sorpresa, como si lo hubiese sabido desde que nos conocimos, aquél lejano sábado, en aquella lejana milonga. Saqué la mordaza, no se movió, no dijo nada, solo me miraba, la tristeza explotaba en mí como un gran cañón.


Desaté sus manos y sus pies, y contra todo pronóstico, no corrió, cruzó sus piernas apoyó sus manos sobre ellas, y miró la lágrima que flotaba.


Tomé su mano y la guié hasta el lago, me miró con ojos temerosos y suplicantes, por primera vez tiró el muro que nos separaba, que había creado entre nosotros, nos miramos desnudos de prejuicios, de miedos, tal cual éramos. Cerré mis ojos, tanta belleza lastimaba mi vista, sucia, de maldad. Suavemente sentí como su mano se desprendía de mí, escuché como se desnudaba, y tocó mis ojos. Al abrirlos la vi desnuda delante mío, su cuerpo era perfecto, cada curva se escondida tras la tibieza, sus pechos blancos se alzaban sobre la amargura del aire, su piel se veía suave, sus piernas firmes, árboles cargados de primavera hubiesen caído como el muro de Berlín sólo para alejar la atención de Afrodita fingiendo hermosura.


Acarició mi mejilla y caminó hacia el fondo del lago, Allá lejos, donde su figura se deformaba entre el moverse del agua, donde sus pelos flotaban sin forma; su cuerpo comenzó a achicarse, me alejé por miedo a mí mismo. La gota de lágrima se hinchó hasta el tamaño de un foco que esconde la luz. Y sin más, el cuerpo de Daniela ascendió hasta meterse dentro de la lágrima. Sentada sobre la superficie mojada, ya no me miraba más, no me miraría nunca más, ya no estaba aquí, ahora viviría dentro de mi última lágrima, donde el tiempo es solo el conteo de los que mueren sin ser.


Sentado en el borde del precipicio, tanto me separaba de ella, tanto me separaba de mi casa, de la ciudad que me vio caer, sentado en la punta de los Comechingones, grandes montañas que por las noches cuentan historias. Caminé hacia el abismo y dejé que la niebla sea cuerpo, y que el aire ahora respirara por mí.


Si pasan por una casa, donde la verja aun sigue abierta, donde se respira el vaho de la tristeza, arrojen una flor, porque en el patio, tras la vieja parra, sobre la laguna donde la abuela criaba peces, sigue encerrada una chica dentro de una lágrima, la última lágrima.






Patchu Lucero



2 comentarios:

  1. Fantastico, Mati en la distancia !!!

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  2. HOLA MATIS! MUY BUENO!ES ENTERNECEDOR LEERTE!!
    UN BESO GRANDE! Dalila.

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