miércoles, 7 de marzo de 2012

LA ESTACIÓN DE LOS FUEGOS O EL ASEDIO

Por Camila Funes
Al final de estos apuntes debe haber lluvia. Entonces vamos en un taxi hacia el hotel donde se hospeda Raymundo Godoy, y el chofer masca un chicle de frambuesa, y los relámpagos abren grietas en el cielo y apenas entramos a la habitación, emmpieza a llover, y el desorden nos recibe, la ropa esparcida en el piso, ese olor a encierra que no puedo soportar y yo le pido que me deje ir y él se encapricha en que debo pasar la noche aquí, no hay lugar más seguro que este cuartucho, podrían venir el hombre que fuma y asesinarte, podría secuestrarte la policía y violarte en un calabozo, y entonces forcejeamos al borde de la cama sin tender, y la radio sintonizada en una estación romántica emite una descarga, justo cuando él me dobla el brazo obligándome a arrodillarme y ah, comprendo lo que va a pasar, y me monta y embiste y pregunta dónde están sus zapatos y muerta de miedo, grito, aúllo, pero la tormenta arrecia con tanta violencia que es inútil pedir ayuda en estas circunstancias.
Me quedo acostada con los ojos cerrados y un brazo en la cara. Trato de llorar, pero no puedo. Contengo la respiración, cuento hasta treinta y cuatro, treinta y cuatro y un cuarto, treinta y cuatro y un medio, y entonces abro los ojos y lo veo tendido a mi lado, cuchillo en mano, sin decir nada, y me figuro que la lluvia ha sepultado la ciudad, que sólo quedan vivos unos cuantos perros, que apenas abra la puerta moriré. Pero la lluvia continua, y mientras haya lluvia habrá relato.
La noche tiene la misma extensión que los pensamientos, y Raymundo en la cama a medio vestir es mucho más siniestro, lo veo contando la plata con una mano y con la otra rascándose los testículos, y bastaría un solo movimiento para que un repentino ataque de ira lo acosara y rasgara mi bata y desnuda me arrastrara por el piso hasta el baño, y no se escucharían mis gritos, mis suplicas, a estas horas la lluvia cae a raudales, y todas las calles deben estar inundadas y si moribunda pidiera una ambulancia no llegaría a tiempo.
Yo extraviaba objetos, ocultaba pertenencias y luego olvidaba el sitio, y los días me parecían infinitos, como si necesitara toda una vida para atravesarlos y los llenaba con pensamientos, con una necesidad demoniaca de ser ultrajada por desconocidos.
Al final, ya no hay lluvia, es mediodía y el termómetro está en pleno ascenso y la televisión muestra imágenes de la costa y yo desnuda llamo, invoco, incito la aprobación de ese dios que ha extraviado sus zapatos y que no dudara en asesinarme la próxima vez que aparezca.

Fotografía: Julien Pacaud. "Las 66 polaroids que nunca existieron".



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