Acercame tu boquita de betún/ tu olorcito a escritor
marchito/ tus ojitos carmesí/ dame tu lengüita espiralada/ Quiero tu aserrín blanco/ de tus
piernitas de gacela/ tus tetitas envueltitas/ en pelitos enrulados.
Ella era una lituana, de esas que salen en la tele, de
esas que se miran entre las piernas cuando un negro las traspasa rojas, rosas,
con la violencia romántica justa para la medida del que se queda en la casa
acariciándose solo, imaginando que el sexo que la penetra es el suyo, que su
piel blanca se oscureció, y su pecho se llenó de irregularidades. Pero no, esta
lituana no estaba ahí, parecía pero no. Esta lituana era una falsa europea,
tenía una ascendencia de naricitas chiquitas y ojos grandes y verdes, con esa
piel color vómito de bebe, con esos cuerpecitos todos talladitos, perfectitos.
Había llegado un domingo a la mañana, se había metido en mi cama y con un
español de mierda me había hablado al oído mientras me sacaba la ropa y pintaba
mi cuerpo con colorante para torta. Después de bañarme y sacarme toda esa
sustancia pegajosa, salí y vi que ella ya había acomodado su ropa en el
placard. No hablamos, como nunca hablamos a no ser que tengamos sexo, que es el
único momento en que cruzamos palabras de tanto en tanto, interrumpidos por
algún movimiento violento que nos hace olvidar, o recordar.
Yo a las 11 de la mañana, religiosamente todos los
días, salía a buscar laburo por la cuadra de mi casa. La recorría toda,
golpeando de puerta en puerta ofreciendo mis servicios de plomero, gasista,
electricista, jardinero y empleado doméstico. Cuando al mediodía ya había
terminado mi ronda, volvía a mi casa, cansado del sol arrollador y de las
chusmas protestonas, colgaba la ropa del laburo en la percha al lado de la
cocina y preparaba las macitas con picadillo, que intercalaba con el té con miel.
Ella es una mujer, creo que es una mujer, aunque a
veces creo encontrar pelos que no son míos en las maquinitas de afeitar, pero
no sé qué pensar, después de todo es la primera mujer que conozco. Las otras
mujeres son todas mayores. De la época de la escuela no me acuerdo, no me
quiero acordar, aunque algunas noches duermo al calor de mi profesor de
matemáticas que desde tercer grado siento sus deditos recorrer mi recto y
establecer contacto con lo que ahora son hemorroides. Por suerte ahora está la
lituana que me respira en la nuca para hacerme olvidar de la escuela. La
lituana se prepara un té y me mira como queriendo entender. Yo no le hago caso,
siempre que he intentado entender, termino escribiendo un cuento, y eso es
malo. Así que yo sigo con el cortaúñas arreglando las desviaciones que me han
dejado estos tantos años en los pies. Recorto prolijamente los cayos, y si no
los mantengo así después me duelen y los pies son mi herramienta de trabajo en
la vuelta a la manzana de las once de la mañana. La lituana debe tener unos 20
años. Porque todavía no tiene nada caído. Ella tiene unas tetitas hermosas,
paraditas, como dos enfermeras que por la noche me toman la presión y me tapan
las orejas para que no tenga frío. Yo tengo 64. Todavía me caliento y más
cuando traen banana con dulce de leche a la cama. Pero tener sexo con una mujer
es algo muy extraño. Por empezar es un motor de microondas imperceptibles, que
rebotan desde su cuerpo hasta mi corazón para que mi miembro se erecte. Luego,
sin leer un solo libro de teoría sexual, sé exactamente lo que debo hacer, y es
penetrarla hasta esa parte donde la piel se pone más esponjosa, y más húmeda,
parece que puedo sentir un gusto más agrio pero imposible de soltar, es como
comer quinotos. Me llama especialmente la atención el deseo de dejar algo en
ella, de dejar ese movimiento violento impreso en los huesos posteriores de su
pelvis. Esa necesidad de merquear sus entrañas, de que mi pene se curve en la
punta para arrancar sus órganos, para extraerlos y devorarlos mientras ella se
desangra. Pero como mi miembro sigue recto yo no paro, el movimiento de mis
caderas es constante, hasta que me repugna su olor a cordero manso, listo para
el matadero. Porque ella mientras tenemos sexo no pronuncia una sola palabra, al
momento que subo sobre ella, mira a un costado, al rincón de la habitación y
así se queda, inmutable, esperando que restablezcan los muros de Hiroshima y
clasifiquen los cadáveres por estratos sociales.
Se me ha hecho tarde, son las 11 y 10 de la mañana y
el hijo de la vecina está golpeando la puerta. Me pregunta si no voy a ir a su
casa a juntar los corazones de manzanas que hay desparramados en su casa. Yo me
acomodo los pelos y salgo apurado. La casa de la señora está hecha un total
desastre, con unos trescientos centros de manzana, con sus semillas y sus
vástagos y sus hojas intactas. El butanoato era extraño, olía a oriental.
Acostumbrado a la importación de EE.UU. había olvidado lo exquisito del aroma
de etamal tal vez iraní o chino. Comencé a recoger de a una al principio. Cada
una de las amarillentas manzanas consumidas por los dientes exterminadores,
conservaba el fino aliento postmortem que solo conservan las grandes pomáceas.
Al final juntaba de a paladas, mirando de reojo la hora y pensando en las
actividades de mi propia casa que parecían acumularse con la cantidad de
minutos que me llevaba dejar limpia esa casa atestada de frutos laxantes.
Me encontré arrastrando una carretilla repleta de
manzanas (comidas ya) hacia mi casa. Pensaba guardarlas en el viejo baúl de mi
casa, regalo de un contorsionista que había estado en mi hogar por el año 1986.
De esa forma pensaba mantener ese aroma que solo las occidentales guardan
gustosas en sus sexos horizontales.
Podría resumirse al estallido de las
manzanas... ahí empieza esa patología que tanto me gusta, y de ahí surge la
idea de los hoteles, los whiskies y esas tonteras que solo pasan en los libros
cacómanos, en las películas violetas, en la vida recordada, o en otras de las
tantas formas de ficción.
Dos semanas después la lituana me abandonó
y yo volví a ponerme el traje con corbata, a llenar el maletín con los libros
de historia y a dar clases en el colegio Nacional. Lo absurdo, lo kafkiano se
había ido con la muchacha de los susurros imperceptibles, y con ella los
delirios pedófilos y todos esos sueños americanos, y yo con mis 64 años volvía
a acumular años para llegar rápido a la jubilación.
Relato: Patchu Lucero
Foto: Agostina Caglieris
Parece que ya no queda nada por leer en esta página. Antes, cuando se podían leer poemas de Achervi o de Mauro Cuello era rescatable, pero ahora solo hay crónicas de gente que no. Chicos su literatura NO construye, háganse un favor y vuelvan a leer Freire.
ResponderEliminarqué extraño sabor me han dejado estos corazones de manzana.. muy loco.. me gustó leerte una vez más.. abrazo hermano!
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=ZhJPf49pDnQ
ResponderEliminar"Cadenet está aquí
Detrás de este papel
O quizás en mi bolsillo
Escondida tras el libro
Que algún día escribiré" (AyV)
SE EXTRAÑA LA DULZURA, EL ROMANTICISMO DE OTROS TIEMPOS. ME GUSTARÍA UN POCO MÁS DE ESFUERZO VUESTRO AUNQUE ESO ES PEDIR DEMASIADO.
ResponderEliminarSALUDOS.Elvira.
muy bueno loco!! me gusta mucho lo que hacen... un abrazo!!
ResponderEliminarElla es una mujer, creo que es una mujer, aunque a veces creo encontrar pelos que no son míos en las maquinitas de afeitar.. jajaja Me encantooo.. Esta hermosooo...!! Seguii asii..!!
ResponderEliminarAmí me gustó que no fuera ni dulce ni romántico... hoy me gustó. saludos!
ResponderEliminarRomi.