Por Roland Barthes
El cerebro de Einstein es un objeto mítico:
paradójicamente, la inteligencia más destacada forma la imagen de la mecánica
mejor perfeccionada, al hombre demasiado poderoso se lo separa de la
psicología, se lo introduce en un mundo de robots; en las novelas de
ciencia-ficción, los superhombres siempre tienen algo de cosificado. Einstein
también: comúnmente se lo expresa por su cerebro, órgano antológico, verdadera
pieza de museo. Tal vez a causa de su especialización matemática, el
superhombre está despojado de todo carácter mágico. En él no hay ninguna
potencialidad difusa, ningún misterio que no sea mecánico; es un órgano
superior, prodigioso, pero real, inclusive fisiológico. Mitológicamente,
Einstein es materia, su poder no conduce espontáneamente a la espiritualidad,
necesita del auxilio de una moral independiente, la evocación de la
"conciencia" del sabio (Ciencia sin conciencia, como se dice). El
mismo Einstein se ha prestado un poco a la leyenda al legar su cerebro,
disputado por dos hospitales, como si se tratara de una maquinaria insólita que
al fin se va a poder desmontar. Una imagen lo muestra tenso, la cabeza erizada
dé hilos eléctricos: se registran las ondas de su cerebro mientras se le
solicita que "piense en la relatividad". (Pero, en realidad, ¿qué
quiere decir exactamente "pensar eh..."?) Sin duda se intenta
hacernos sentir que los sismogramas serán más violentos cuanto más arduo sea
el tema de la "relatividad". El pensamiento es representado como una
materia energética, producto mensurable de un aparato complejo (poco menos que
eléctrico) que transforma la sustancia cerebral en fuerza. La mitología de
Einstein hace de él un genio tan poco mágico que se habla de su pensamiento
como de un trabajo funcional análogo a la producción mecánica de las
salchichas, a la molienda del grano o a la trituración del mineral: producía
pensamiento, continuamente, como el molino de harina, y la ha sido para él,
ante todo, el detenimiento de una función localizada: "el más potente
cerebro ha cesado de pensar".
Esta mecánica genial tenía un objetivo: producir
ecuaciones. A través de la mitología de Einstein, el mundo ha reencontrado con
deleite la imagen de un saber convertido en fórmulas. Hecho paradójico: cuanto
más el genio del hombre se materializaba en las formas de su cerebro y cuanto
más el producto de su invención alcanzaba una condición mágica, más reencarnaba
la vieja imagen esotérica de la ciencia encerrada en algunas letras. Existe un
secreto único del mundo y ese secreto cabe en una palabra; el universo es una
caja fuerte cuya clave es buscada por la humanidad. Einstein casi la encontró y
ése es el mito de Einstein; todos los temas gnósticos vuelven a encontrarse en
él: la unidad de la naturaleza, la posibilidad ideal de una reducción
fundamental del mundo, el poder de apertura de la palabra, la lucha ancestral
de un secreto y de un nombre, la idea de que el saber total sólo puede
descubrirse de golpe, como una cerradura que cede bruscamente después de mil
tanteos infructuosos. Por su simplicidad inesperada, la ecuación histórica E =
me2 cumple casi totalmente la idea pura de la llave, desnuda, lineal, de un
único metal, que abre con facilidad absolutamente mágica una puerta sobre la
que nos obstinábamos desde hacía siglos. Las imágenes lo muestran: Einstein,
fotografiado, está al lado de un pizarrón cubierto por signos matemáticos de
visible complejidad; pero el Einstein dibujado, es decir el que entró en la
leyenda, tiza en mano todavía, acaba de escribir sobre un pizarrón desnudo y
como sin preparación, la fórmula mágica del mundo. De esta manera, la mitología
respeta la naturaleza de las tareas: la investigación propiamente dicha
moviliza engranajes mecánicos, tiene por sede un órgano totalmente material
cuya única monstruosidad es su complicación cibernética; el descubrimiento, por
el contrario, es de esencia mágica, simple como un cuerpo primordial, como una
sustancia elemental, piedra filosofal de los herméticos, agua de alquitrán de Berkeley,
oxígeno de Schelling.
Pero como el mundo continúa, como la investigación
aumenta permanentemente, como es necesario reservar también un papel a Dios,
algún fracaso de Einstein se hace imprescindible: Einstein ha muerto, se
afirma, sin haber podido verificar "la ecuación donde tenía el secreto del
mundo". Finalmente el mundo ha resistido; apenas penetrado, el secreto se
ha vuelto a cerrar; la clave era incompleta. De este modo Einstein satisface
plenamente al mito, que se burla de las contradicciones con tal de instalar
una seguridad eufórica: mago y máquina a la vez, buscador permanente y
descubridor insatisfecho, desencadenador de lo mejor y lo peor, cerebro y
conciencia, Einstein cumple los sueños más contradictorios, reconcilia
míticamente la potencia infinita del hombre sobre la naturaleza y la
"fatalidad" de lo sagrado de la que aún no puede despojarse.
Mitologías. Roland
Barthes. Traducción: Héctor Schmucler. Siglo XXI Editores. Buenos Aires.
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