miércoles, 25 de enero de 2012

ORAL AMERICANA

 Por: Marcos Freites
 
Acordate, acordate que a la tarde estoy sola, acordate que tenés que entrar por atrás, dijo Carla al ver el coche de Fernández estacionado en la salida del colegio, pronunciando las palabras en forma de susurro, acariciando con sus labios la brisa, y jurándose que esta vez no dudaría en acceder a ninguna de sus peticiones. (Los deseos de los hombres sólo pueden ser satisfechos arrodillándose) Oh, estos deseos, pensó, los deseos de Fernández. Lo recordó sentado en su casa fumando, haciendo zapping, enseñándole a sus hijos como debían actuar en caso de emergencia. A veces, Carla, imaginaba que Fernández y su marido se sentaban frente a un espejo, y durante horas y horas se observaban. En su imaginación Fernández era mucho más alto y fornido que su conyugue, su cabello relucía como si recién hubiese sido bruñido, y bastaba con ver sus ojos para advertir que una se encontraba ante alguien irrepetible, capaz de manar una energía altamente inflamable. Y mientras caminaba hacia el estacionamiento, pensó en todo lo que había detrás de Fernández, en la suma de poder que había sido puesta repentinamente en esas manos suaves que los domingos le acariciaban el pelo, y a veces,  cuando anochecía y estaban dentro del coche, descendían lentamente hasta rozar la punta de sus pechos.
Ayer la había enfermado la forma en que Aldana lo miraba a Fernández. ¿Por qué esa aparecida lo miraba así?  Como si compartiera con él secretos, como si los dos hubiesen sido testigos de algo que ella ignoraba. Y Aldana se había dado cuenta de su enojo, eso lo supo cuando se dirigían al comedor y vio su rostro, era una de esas chicas que no podían disimular su ira, tal  vez si la hubieran azuzado un poco, en un ataque de furia no hubiese dudado en romperle la cabeza contra la pared.
Tal como la ceniza cae tras un incendio, así se derrumban las ilusiones de una chica cuando es mediodía, no ha almorzado todavía, y el hombre de su vida camina del brazo de otra mujer por la vereda de enfrente. Un rato antes, Carla habría luchado, pero ahora con una pila de fotocopias bajo el brazo, le resultaría inútil enfrentarse a una mujer que del brazo de ese hombre luce tan joven y hasta se podría pensar que ella es tan segura, acorazada tras esos anteojos de sol, hablando del último libro de Haruki Murakami o simplemente haciendo planes para las vacaciones de verano.

Aquí nos detenemos. Aquí nos quedamos quietas, sorprendidas ante la vidriera del local, iluminado por el resplandor de sol primaveral, y esa que está adentro de la mano de Fernández, acaso no es Marisol, ah, dijo Dolores, esa pendeja siempre le tuvo ganas, yo desde un principio supe que le hacía caritas, y Carla que durante todo el trayecto había deseado que Fernández se hiciera un tiempo, se dejara caer y soltara sin piedad aquello de que nadar sabe mi llama la agua fría y junto a él se iría el blanco del día, para dar lugar al reinado de las luces, y ahí entre sombras pensaría en eso que le dijo acerca del querer que ya no es lo que quiere; pero toda ensoñación es en vano, deberá conformarse con volver a casa , y encontrarse con su hija que cada vez se aísla más, con su marido que se sienta en silencio como un autómata frente al televisor, sin oírla, cuando los relojes dan las diez y veinte, y las chicas en la pantalla se ven inalcanzables, y una siente ganas de saltar por la ventana al vacio, o quedarse tirada en la cama sin tener que pensar en nada.




1 comentario:

  1. Este relato está tomado de un mito muy popular de la ciudad, me parece, de todas maneras no entiendo la manera enrevesada de escribir. ¿Qué pasó con Godoy ? Mató a la mina ?
    Raúl.

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