jueves, 24 de febrero de 2011

EL AMOR EN PEDAZOS

Por Luciana Garamondi
1.La tarde muere en un lánguido susurro. Es casi final de año, todos estan haciendo balances, pidiendo préstamos y deseos. Él permanece callado e indiferente en el asiento mullido del colectivo, mirando hacia los árboles fantasmales que cercan el camino, hacia las remotas casas que asoman tras las cercas de ligustros, como si intentara indagar el misterio que se  oculta tras esas edificaciones abandonadas en la vasta llanura. Parece habitar un cuerpo ajeno, contemplar todo a través de unos ojos inanimados.
Su voz suena lejana, como un eco apagado por el desencanto. Yo me siento todo el tiempo punzada  por la urgencia, con insistencia busco sus gruesos y marchitos labios, que como si fuesen peces se escurren, se disuelven en ligeras gambetas, quiebres de cintura imprecisos o anteponen un iceberg de indiferencia. De vez en cuando sus ojos caen con repugnancia sobre mi cuerpo obeso encendido de lujuria, sobre mis manos inquietas, ávidas de recorrer su piel. A pesar de su menosprecio su contemplación me lleva sin escalas hasta la antesala de las perversiones. Me dejo llevar por el deseo, desesperada, presurosa de caricias  Mis manos intentan iniciar un disimulado movimiento, acariciante sobre su pecho y busco apoyar mis labios en los suyos. Cantan amargamente las langostas bajo el sol. El aire desentierra viejos aullidos.
Digo algo por lo bajo y entiende mal. Entonces sus ojos se llenan de ira, y comienza a hablarme de Luciana, aquella corista que conoció en una fiesta.
Me habla de la obediencia y la disciplina, del amasijo de fibras y tendones que luce Luciana, eso solo lo vemos en los manuales de anatomía, añade. Con desdén tomo sus manos, el trata de apartarlas y luego, una vez que las suelto, reclina el asiento, extiende las piernas con indolencia, dejando apreciar un bulto majestuoso.  La falda se adhiere a los muslos con una voluptuosidad que acrecienta aún más mi tormento incipiente. Una oleada de rubor me sube a la cara, como si hubiera expuesto en voz alta los recuerdos que me trasladan a aquellos días en que me desgañitaba predicando las excelencias del decoro y los peligros de las indumentarias deshonestas.
El colectivo comienza a aminorar la marcha al llegar al puente. Una nube negra oscurece la tarde y llueve con desesperación. Desde mi asiento escucho un leve murmullo de voces que comentan, entre alegres y sorprendidas, el cruento asesinato de una mujer embarazada y los resultados de los partidos de fútbol. Ajeno a todos los avatares, él se duerme. Luego la intemperie se posa en la boca sucia de la indiferencia. Arde con desgano en un hueco del pecho el último jirón de pasión. La luz del ocaso me parece más triste que otras veces, y siento que a su lado envejezco deprisa. Un pájaro llora en el espejo retrovisor. Hay un vuelo de gorriones, una música de casuarinas y un sollozo de hierros oxidados. Descalzos van los penitentes con los pies sangrando entre las piedras.
   Cuando distingo las pálidas luces del pueblo, sé que nosotros ya no somos los mismos, somos diferentes a aquellos que deambulaban con sueños y antorchas en los labios. Entiendo que nunca podré  sanar las distancias, mi vida siempre será un naufragio de adioses inservibles. Nos miramos como dos extraños que coronan su despedida con un beso tibio en las mejillas y nos alejamos cada uno por su lado. Me dirijo hasta mi casa respirando los olores alquímicos del azufre y del alcaucil que conjuran con el embrujo de su aroma las ruinas de mi existencia y una guitarra desangelada  llora a la luz de la luna y rompe todas las camisas de fuerza
 2. Mientras el sueño me va acosando, recuerdo que me encontró haciendo dedo para volver a casa temporal. Al subir a ese auto destartalado supe que retornaba definitivamente a Las Lajas, poco me importaba ya ese novio que lloraría mi ausencia a miles de kilómetros de aquí. Por primera vez en mi vida estaba convencida de que la decisión que tomaba era la acertada. Me había aburrido de juguetear con la estúpida idea del suicidio. Ya no me divertía leer a Cioran, quería olvidar el inconveniente de haber nacido. Al diablo con sus amarguras y su cinismo. Condujo en silencio, con la vista clavada en el camino, sin prestar atención a mis piernas, a mis sugerencias. Mientras los kilómetros se acumulaban,  el deseo volaba de árbol en árbol. No había mucho que decir, el silencio había edificado un muro entre los dos.En verano me gusta coger rápido. Me perturba el coito monótono. Adentro/afuera, abajo/arriba. Entonces tengo que moverme con violencia para mantenerlo despierto. Ha tomado demasiado. Entró a la habitación dando botes. Hablando acerca de un camión monstruoso que vio estacionado junto a la estación de servicio. Tanto él como yo antes de arrendar una pieza de hotel fumamos. Por lo tanto apenas empezamos a zarandearnos nos colgamos. Mientras cabalgo sobre su miembro defectuoso pienso en un combate donde los hombres han sido despojados de sus armas y atuendos. Me figuro un guerrero de cuerpo grotesco, cuya armadura resplandece sobre la bruma, acercándose al cadáver de un enemigo caído e hincando sus dientes en la yugular para su sangre. Un ardor espeso me recorre las venas y a los gritos le pido a él, que se aferre a mi culo carnoso, que lo haga trizas, que acabe a los borbotones en ese preciso instante. Quiero verlo retorcerse debajo de mí, y entonces si asestarle un buen golpe en la mandíbula, dejarlo inconsciente para luego rasgar con un bisturí su vientre cuidadosamente para que la agonía fuese lenta.
Esta vez, era yo, quien debía barajar las cartas. Él deseaba que quemara la vela por las dos puntas. Lo supe al desabrochar su pantalón, y regalarle la chupada más grandiosa que le he hecho a nadie. Sus ojos se agrandaban, como si fuesen a estallar.  
3. Mis padres, muy temprano,  se fueron a dormir al frío lecho dejándonos huérfanos de conversaciones dichas a media voz y de miradas cómplices,  mientras fumaban sus cigarrillos en las noches veraniegas, sintiendo bullir la vida del río a su alrededor. Los primos huyeron de allí, buscando fortuna lejos de un lugar que se moría, un espacio sólo para viejos, azotado por los vientos del norte y los sofocantes calores del campo.  
Él se me presentó desde el primer día como el centro del único universo masculino, recuerdo que me fascinaba ese rostro de eterno extraño, esa mirada que me desafiaba a internarme en su intrincado reflejo.
También debo reconocer que fue el primer hombre que me hablo con sinceridad pues se atrevió a decirme que era una infeliz,  una  chupapijas sin suerte y aunque parecía ruidoso y rústico, necesitaba de su  ayuda para salir de la telaraña en que se encontraba.
Secretamente lo empecé a amar, y esperaba de él que no me dejase volver nunca más a vagar sin esperanza en el mundo de la gente común. Deseaba que se desatara su corazón en el inmenso Everest  de los deseos más inverosímiles y así poder abandonar por fin el torreón el lado salvaje.
 Estaba harta de vagar codeándome todo el tiempo con el fracaso, errar en un mundo que estaba a punto de dar su estertor. Buscaba un tener donde ir, un refugio ante la tormenta, un forma que se pareciera a la que fue mía en un tiempo que sentí mío, hace muchos años.

Luciana Garamondi. Nació en Concarán  en 1990. Actualmente se encuentra preparando su primer libro de relatos, Todas las canciones mal aprendidas.
Ilustración:Danny Quirk

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