sábado, 29 de enero de 2011

CUERPOS DESOBEDIENTES

Por  Luciana Garamondi
¿Cómo comenzar entonces/a escupir las colillas de mis costumbres y mis días?
 Thomas S.Eliot
Los días habían empezado a alargarse peligrosamente en torno a la casa. En el aire flotaban partículas de calor, y bastaba el deseo, el sobresalto del amor, para echarse a andar entre los bosques, arrebatado por el vértigo de una sospechosa posesión que nos arrastraba hacia sitios inexplorados.
El hechizo del río, la perspectiva nebulosa de todo aquel universo que incitaba a desobedecer, me distraía procurándome una dicha hasta entonces desconocida. Había descubierto el placer de nadar desnuda bajo la atenta mirada de Jimena. Atravesando el bosque había un lugar lo suficientemente solitario para quitarse la ropa, y pasar horas desnuda tirada en la arena, observando las hojas temblar en lo alto de los árboles. Jimena me arrastró hasta ese sitio, cuando el verano agonizaba, no lo hizo antes por temor a que me negara a ir. Nunca me hubiese repuesto de una negativa tuya, me dijo aquella siesta y rozó con la yema de sus dedos mi boca. Por ese entonces, ambas, solo veníamos de visita a Siempre Viva. Al año siguiente tras un encadenamiento de eventos trágicos, nos mudaríamos definitivamente. Pero lo que quiero contarles es de aquel año, donde éramos las extrañas para la gente del pueblo. Una época que estuvo llena de descubrimientos, de acontecimientos imposibles de olvidar. Me crecieron terriblemente las tetas, y los hombres de la casa comenzaron a mirarme de otro modo, una mezcla de temor y fascinación. Para martirio de mi padre empecé a llegar a casa totalmente ebria, a quedarme en otras casas, a refutar cada una de sus teorías fascistas.
Con Jimena, nos conocimos en silencio, caminado por los angostos caminos vecinales, casi arrastrándonos por la droga y el alcohol, diciéndole adiós a todos nuestros buenos modales, a la pútrida educación católica, a la dicha que llega, nos besa, nos coge y se va, adiós al camino fácil, a cierta esperanza de ver el mundo renovado de crueldad, entonces en tal desolación, acudimos una a la otra, como si nos hubiésemos estado buscando desde hace años, a tientas, en una oscuridad ajena a cualquier imagen que se pueda tener de la adolescencia. Ella me hizo tomar otro vaso de vodka-naranja para que me quitara el temor y yo bebiéndolo vorazmente derramé unas gotas en mis pechos junto a la cabeza de Jimena. Susurramos al unísono, con las gargantas ásperas, convencidas que hacia adelante, otra vez no había nada. Después nos invadió la oscuridad, la niebla confusa del desamparo. Teníamos los ojos cerrados y las manos sumergidas en nuestros sexos hambrientos y la espalda transpirada y todo el cuerpo en plena rebelión, rogándole a dios que nos haga olvidar todo, para que cada encuentro fuese siempre inédito.
Me acuerdo de esto, mientras camino por el pasillo de una casa que no conozco, me detengo en sus ojos agigantados por la turbia voluptuosidad, sin saber cómo continuar en esta existencia llena de horas que marchan hacia atrás, instantes donde solo el espanto de haberlo perdido en una apuesta todo, y así avanzo en círculos hasta dar con esa dorada visión que reaparece y es poesía lo que me empuja, pienso, mientras apago recuerdo dando manotazos al aire, esquivando las puertas que se abren hacia la intemperie como el agujero de un vestido desgarrado por la tempestad.
En Siempre Viva, el sol a esta hora debe estar hundiéndose tras un manto de polvo, y la chica que besé unos minutos antes de largarme, estará desnuda frente al espejo, multiplicando las cicatrices que el verano ha amontando o embolsando juguetes de niños sin rostro, y mientras me figuro esto, la noche termina por cerrarse sobre la ciudad, cubriendo de humo todo lo que ansía visibilidad.
No sé porqué atajo he llegado hasta aquí, tras atravesar tu recuerdo, Jimena, luego de exhalar ante el último retorcimiento del cuchillo, mancillando el tieso sudario de mis calamidades, hasta este extraño sitio  he caminado, y es posible que al acunar alguna de las sombras las oiga gemir.
Porque no sé esperar, porque no espero volver, debo seguir hasta desahogarme, hasta que el espejo ya no me refleje, hasta que otra vez no haya nada, pero para eso debo estar a salvo de mis pensamientos que me empujan a incinerarme. Entonces, cuando la mecha anhela el fuego, veo la casa abandonada a orillas del río, que descubrimos aquel verano, y no tardamos en habitarla. En ella tuvieron lugar las primeras incursiones al espanto, cuando empezábamos a tener un poco de confianza en nuestros cuerpos. Nos internábamos en nuestro horror, hasta que toda luz se volvía negra, para luego salir al patio pensando que el murmullo del río nos devolvería la inocencia perdida, pero no había retorno, era nuestro fatal destino quemarnos en la liturgia de nuestras caricias, cerrar los ojos y quedar muertas en un torbellino de dedos profanadores, cómplices de nuestra desobediencia. Después muy tarde, oíamos pasos invisibles, y  el demonio con una estúpida máscara nos decía que debíamos volver a casa, que él se encargaría de acompañarnos, pero antes debíamos arrodillarnos y complacerlo. Si nos lo hubiese pedido amigablemente, con cierto gozo habríamos tomado su pequeño miembro en nuestras manos, y como si se tratara de una flauta enternecida lo hubiésemos adorado, pero el tono con que pedía satisfacción nos disgustaba, y pese a que veces, del cabello nos arrastraba a través de caminos llameantes, no accedíamos a sus peticiones. Solo debía conformarse con observarnos desde la oscuridad, cuando jugábamos a adivinarnos, a descubrirnos en una desnudez desenfrenada.
Ahora que mis palabras crujen, se hacen astillas, diciendo otra vez lo mismo, no sé si todo lo que les cuento ocurrió, pero lo he visto a menudo, en sueños, envuelto en una bruma asfixiante y brillando débilmente al fondo de un lago borroso. Si existió, seguirá estando ahí, entre lo trágico y sus voluntades, en una lejanía amasada con fango, donde somos jóvenes para siempre, y no necesitamos pedir algo que justifique nuestra herejía, y burladas por la violencia de un estampido que acaso no sirva, seguimos caminando aterradas de no amar la castidad de las flores ni la elegancia de una mariposa, avanzando hasta que el alba nos derrote, nos deshaga en la tristeza salada de nuestros besos, hasta que tomemos coraje de reiniciar el camino.


Foto: Bethina Rheims

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