martes, 8 de marzo de 2011

LA SOMBRA DEL VENADO

Por Luciana Garamondi
1
Se desabotonan blusas. Se bajan cremalleras.
Se quitan zapatos. Apagan la luz.
Las brillantes criaturas están llenas de mentiras.
Anne Sexton La Balada de la masturbadora solitaria
A esa hora la mayoría de las chicas se hallaban en los brazos de los hombres que  habían bajado de la sierra con las últimas sombras de la tarde. Almada cruzó bajo la parra, esquivó los perros que se encontraban dormitando y entró al dormitorio de Jimena. Estaba oscuro. Solo se oía una radio sintonizada en una estación evángelica.
- Jimena… ¿ Jimena ?
Ella lo oyó sentarse al borde de la cama. Se lo imaginó mojado, con los zapatos llenos de fango, agotado de tanta fiesta. Almada en la oscuridad buscó a tientas la cabellera de Jimena y la tocó. Ella no dijo nada. Luego se echó encima de su cuerpo cubierto por una sábana blanca. Ella emitió un chillido que en parte era placer y en parte puro fastidio, y encendió la luz. Entonces lo vio encaramado sobre su cuerpo. Flaco, flácido, con los dedos teñidos de nicotina, reducido a un temblor que le impedía hablar, como si la humedad le hubiese ido  carcomiendo lentamente los huesos.
-Ya no estás para subir árboles desnudos.
-Es la lluvia. Cada vez la humedad cala más honda. Es la lluvia…
- Bajo esta misma lluvia, las lluvias del diluvio.
- La lluvia es una cosa que cae en el pasado.
- Vení, acostate que falta mucho para que llegué Alberto.
Afuera la lluvia pareció arreciar con más violencia acallando la música, los gritos que provenían de la fiesta. Una vez que Almada se acostó, ella no pudo dejar de tocarlo, como si ese cuerpo estuviese a punto de desaparecer. Lo acarició como se acaricia el resplandor de una visión. Un relámpago se filtró por la ventana, contrastando con la luz opaca de la ampolleta. Almada con el reverso de la mano rozó sus pezones. Ella pareció susurrar algo, pero en el momento en que lo hacía, un trueno interrumpió remeciendo la pieza. Sus pechos blandos, blancos, temblaron, como sustraídos por un oleaje invisible.
-Alberto debería desaparecer junto a la tormenta.
-Sabes que no me gusta que pronuncies su nombre, en esta su cama.
Apenas ella calló, la sombra del venado atravesó la ventana. Entonces él comprendió que aquella noche algunas cosas ya no volverían a ser lo que eran, lo supo al mirar los ojos duros de Jimena. Unos ojos que nunca habían derramado una lágrima. Esos ojos han atravesado el horror sin cerrarse un solo instante, pensó  y supo que su destino dependía de esa mirada que ya no le pertenecía. En la dureza de esos ojos debía encontrar algo que le permitiera continuar despierto lo que restaba de la noche. Cuando empezara a clarear debía partir. Después de todo no era más que un fugitivo dando vueltas en torno a la sombra del venado, huyendo de un fantasma inventado por sí mismo.
Almada había tenido un sueño casi al final de la noche, cuando las esperanzas de tener sexo eran remotas y había que conformarse con una chupada grandiosa que condujera a la agnición. En el sueño vio un crucifijo teñido de sangre caer a sus pies mientras una horda de mujeres con el rostro cubierto por vísceras clamaba por su cabeza, entonces decidió evitar toda interpretación de los sueños. La superstición no trae otra cosa que mala suerte.
Se quedó en silencio al lado del cuerpo de Jimena. Te has reducido a ser solo un cuerpo, pensó, y retiró su mano de los pechos, como quien aparta para siempre un órgano enfermo de los demás. La lluvia siguió cayendo pesadamente sepultando los últimos estertores de la fiesta. Jimena se restregó los ojos, preguntándose por qué aún pensaba en Alberto cuando otro hombre se introducía en su cama. Antes podía olvidar los rostros con facilidad, borrar los rostros, amar por un instante a todos. No será fácil volver a querer a alguien, pensó, y acarició la espalda helada, huesuda, de Almada que a través de las grietas de la pared abandonaba los pensamientos que le impedían relajarse. Cuando la lluvia y la noche comenzaban a borrarse, ella con delicadeza lo masturbó, mientras lo hacía se figuró a un grupo de hombres desnudos atravesando un río, armados con unas lanzas primitivas. Los vio venir hacia donde ella y las diosas del amor tomaban sol. Cuando apartó de su memoria esas imágenes, Almada eyaculó. Ella limpió con la sábana el miembro que continuó erguido por un largo rato y se dio vuelta hacia la pared, dispuesta a encontrarse con el sueño.




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