miércoles, 26 de diciembre de 2012

EJERCICIO RETÓRICO



Por Ariel Mardone 
Iba a escribir sobre todo lo que pasó esta semana en que casi no me moví de la cama, pero algo me detuvo en el preciso momento en que estaba por escribirle una elegía a una de esas muchachitas que mueven con gracia el culo en televisión.  Tuve la impresión de que algo parecido a una aguja se incrustaba en mi cerebro provocándome un dolor adictivo, entonces pensé que sería errar el disparo escribir acerca de las chicas que bailan a la hora de la cena, de los reencuentros en vivo y directo  o de los proyectos mesiánicos del hombre del chaleco azul.
Pensé casi al pasar en las chicas que van a la peatonal, en sus sonrisas perfectas, en las pesadillas que las deben acosar cuando están solas y desnudas en sus casas lujosas. Pude verlas sentadas, hablando a los gritos, enviando infinidades de mensajes de textos, preocupadas por conseguir el último adefesio tecnológico, y sentí nostalgia por esos tiempos en que íbamos a matarnos a palos contra los de la industrial o convencíamos a alguna chica de la Bazán para que fuéramos a atracar a la placita que está junto al cementerio.  Pero ya saben en estos tiempos la nostalgia es un desatino.
Emil Cioran afirmaba que  cuando se está predestinado a la nostalgia todo lo que no contribuya a ella apenas cuenta.
Sobre todo ahora que las cosas se están poniendo raras, ya no resultan amigables los rostros familiares. Debe ser la paranoia que invade a los hombres cuando se acercan a los treinta. Debe ser esa canción idiota que habla del corte de pelo del diablo.
Llevo un par de horas dormitando en el suelo de mi habitación. Hace un rato fui  a tomar al baño. Por la ventana se veía la ciudad como un cráter soplado por el viento. Me empecé a perseguir con unas mujeres de uniforme verde que desde ayer están paradas frente a la entrada de mi casa. Estuve nervioso, haciendo zapping, incapaz de pensar en nada que no fuera en los ojos de esas mujeres. Las he visto antes, de eso estoy seguro. Tal vez fue en el cumpleaños de mi primo. Se había dejado caer toda la taquería.  El setenta y cinco por ciento de los invitados eran polis y la mitad de ellos estaban armados. Hubo uno que me empezó a hacer preguntas raras. Estaba en el patio tratando de comunicarme con el Pila para que me consiguiera algo, entonces este tipo se  acerca y me pregunta si fumo. Me molestó la forma en que me miraba cuando hacía las preguntas. Todos los polizontes miran igual cuando interrogan: fijo, sin pestañear, buscando inhibir al enemigo, ponerlo nervioso, arrancarle la coraza protectora. Eso debe ser lo primero que te enseñan en la academia. No me acuerdo cómo me zafé. Después ocurrieron algunas cosas.  Todo en un rápido parpadeo se pervirtió. Recuerdo a mi hermana desnuda, llorando, balbuceando plegarias en un idioma extraño. Más allá unos hombres azotaban un niño. Por las grietas de la pared manaba un líquido oscuro y viscoso. La persiana dejaba pasar un rayo de sol hiriente. Todo se parecía a  una vieja película. Intenté salir, escapar de casa, pero algo me retuvo. Una fuerza que no era de este mundo. Un poderío sobrenatural que arreciaba contra mi cuerpo condenándolo a la reclusión. Traté de espantarlo dando largos alaridos, rezando, implorando por misericordia. Así estuve horas hasta que caí exhausto. Entonces pasé en cama una semana, sin ganas de ver a nadie, y ahora estoy tratando de ponerme de pie. Por eso me quedo muy quieto frente a la ventana, observo los árboles de la calle, las mujeres de chaleco verde están en la entrada de la casa enfrente, y no sé porqué pienso en el mar, en su inmensidad, y todo parece desnudarse, de repente se descorre el velo, y recobró cierta lucidez, puedo comprender la oscuridad extendiéndose lentamente, puedo vislumbrar la velocidad del frío, y creo que tal vez valió la pena el encierro, que la fuerza que me invadió en esos días no fue otra cosa que un ejercicio retórico, una de esas chanzas que dios nos prodiga para burlarse un rato de nosotros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario