Por Marcos Freites
Hace diez años, unas semanas después del estallido, cuando los despidos en la fábrica se empezaron a volver masivos, alguien profetizo, mitad en broma, mitad en serio, que Almada volvería para hacerse cargo del aserradero. Pocos lo escucharon y es seguro que quien lo profetizó, tiempo después, haya soltado una carcajada llena de victoria o haya olvidado su profecía.
De todas maneras, un mes después de aquella profecía, Almada bajo una mañana en la terminal en ruinas de Las Lajas, puso un momento la valija en el suelo, encendió un cigarrillo, y empezó a entrar al pueblo, poco después de terminar el aguacero, rápido y balanceándose, tal vez más flaco, más encorvado, confundible y sosegado en apariencia.
Tomó un vino en el mostrador del Chuñas, persiguiendo calmoso los ojos de la chica que atendía hasta obtener un silencioso reconocimiento. Hasta es posible que haya pronunciado por lo bajo el nombre de la chica: Camila Martínez. Almorzó allí, solitario y rodeado por las camisas de grafa de los trabajadores del aserradero.(Ahora estos trabajaban el doble de horas por el mitad del sueldo; parecían soldados que retornaban de una guerra irreal donde las armas disparaban balas de salva.) Se cambió a una mesa contigua, leyó con indiferencia el periódico local y tomó un café negro, mientras por la radio sonaba Bluen in green de Miles Davis.
Son muchos los que aseguran haberlo visto en aquel candente mediodía de verano. Algunos insisten en su actitud de resucitado, en los modos con que, exageradamente, casi en caricatura, intentó reproducir la melancolía, la ironía, el atenuado desdén de las posturas y las expresiones de varios años antes; recuerdan su afán por ser descubierto e identificado, el par de ojos que parecen avizorar lo infinito, listos para fulminar con una mirada a sus acólitos, para atravesar en un rápido parpadeo la blusa de la adolescente que sirve el café. Otros, al contrario, siguen viéndolo disminuido, acodado en la mesa, tembloroso, fumando un cigarrillo tras otro, mirando nervioso las caras de los que entraban, sin otro propósito que aferrarse a algún rostro familiar que lo devuelva en una mirada a aquellos años donde se podía ir de un sitio a otro sin esfuerzo.
Canceló el almuerzo, murmuró algo sobre el calor, y salió hacia el aserradero, empujando con dificultad la valija, pasando como un fantasma entre la gente, que parecía no reconocerlo. Hasta es capaz que haya pensado que el sopor de la tarde lo había vuelto invisible. Caminó con dificultad, como si tuviera que reconocer las calles del pueblo, redescubrir la calle que lo llevaría hacia donde había ocurrido aquello que motivó su ausencia. Dicen que se detuvo frente al portón de hierro oxidado, acarició el grabado de Vulcano, tomó un poco de viruta y la esparció sobre los geranios que asomaban de un balde roto, y siguió de largo hacia el almacén de López donde compró un trozo de torta de frutilla.
Insinuó después una excursión por los alrededores del aserradero, fue bajando hasta dar con el arroyo mugriento, aumentando el balanceo del cuerpo, trescientos o cuatrocientos metros hasta dar con la tranquera de la estancia donde vivían las mellizas Amaya, alquilada ahora por el Doctor Ansaldi. Lo vieron más tarde, cuando falta poco para que anocheciera cerca de la biblioteca municipal, sentado al lado de una adolescente que tomaba una helado de frutilla. En sus manos, cuentan, tenía un libro de poemas de Yetas. Leyó en voz alta Recuerda la belleza olvidada, se detuvo en los versos que rezan: Y cuando tú suspiras entre besos/escucho la blanca Belleza también suspirando. Otros aseguran haberlo visto perderse en el caserío que se alza en torno a la laguna, lo vieron internarse en una de las casuchas donde unas mujeres semidesnudas regaban con baldes la tierra reseca.
Cuando llegó el ómnibus de las nueve, lo vieron sentado en el almacén de Galindez tomando cerveza con unos serranos que había dejado atado los caballos en la puerta. Discutió con uno de ellos acerca de las distintas maneras de domar un caballo, otros dicen acerca de la manera de llevar a cabo el crimen perfecto. Tal vez haya esperado a Marcos y sus amigos; miró a Reynoso y no quiso saludarlo. Hasta sintió pena al verlo entrar al almacén de la mano de una de las Amaya. Pagó otra ronda de cervezas y cruzó, casi arrastrándose, la plaza para dormir en lo de Tello. Pero ningún habitante del pueblo recuerda haberlo visto nuevamente hasta que se cumplieron siete días. Entonces era sábado, otra vez, todos lo vimos en la puerta de la Biblioteca, más delgado que de costumbres, sentado junto a la mujer del comisionado municipal. Tenía una herida en el brazo. Parecía más joven, como si de improviso cierto vigor lo hubiese acosado, como si esos días de reposo lo hubiesen devuelto a una tardía juventud que no se preocupaba en disimular.
Mientras esperaba el colectivo
de las nueve, Almada evitó pensar en lo que le había dicho junto a la
biblioteca la mujer del comisionado, en la herida que todavía sangraba, y se
convenció de que todo no había sido más que la consumación de un capricho.
Estaba de pie frente a dos empleados municipales que miraban el diario
provincial. Las luces del almacén que esta frente a la terminal se reflejaban en
el charco de agua mugriento. Pensó en el reflejo de otras luces, vistas casi de
reojo en la infancia, unos destellos que parecieron surgir desde el fondo de la
carne, luminiscencias que parecían retazos de una visión. Cuando llegó el
colectivo pensaba en otra cosa, tal vez en las palomas muertas que habían visto
junto al aserradero. Sabía que ver pájaros muertos cuando se regresaba al
pueblo no podía ser un buen augurio. Ahora se marcharía por unos días,
necesitaba tomar la distancia suficiente de ese lugar al que se regresaba casi
en sueño, y del cual era lo suficientemente complicado marcharse. Una vez
arriba del colectivo, miró con indiferencia como se desangraba el pueblo en
caseríos en penumbras y abrió el periódico. Se sentía extraño. Las noticias, salvo
las deportivas, le parecían sucedidas en otro planeta. Un loco con una carabina
había disparado contra un micro escolar hiriendo de muerte al conductor. Lo
habían apresado justo cuando se disponía a suicidarse. En la India serían
castigados con duras penas aquellos que osaran molestar las vacas. En Vietnam
una niña había sido descuartizada por unos campesinos convencidos que ella era
la razón de las catástrofes que había sacudido la aldea. En Holanda el barrio
rojo debido a la crisis ofrecía los fines semanas dos polvos por el precio de
uno. El arzobispo desmentía haberse agarrado a puñetazos con un cardenal
durante la celebración de las pascuas. Se pronosticaba un éxodo masivo de
golondrinas proveniente del hemisferio norte. En Córdoba se había producido el
avistamiento de un Ovni. Un cincuentón había sido detenido cuando intentaba
asaltar un supermercado con una pistola de agua. Habían dispuesto cerrar por
las tardes el Parque de las Naciones debido a los constantes asaltos que
sufrían los visitantes. En mitad de una balacera había muerto un reconocido
poeta de la ciudad, ganador de la faja de honor de SADE, autor del poemario
Maravillosa Patria. Un peluquero de San Luis había asesinado a su pareja
mientras dormía. Después de clavarle repetidas veces en el cuello un punzón, le
había arrancado los testículos con una cuchilla de carnicero. Almada intentó el
ingenuo ejercicio de levantarse el ánimo haciendo un inventario de su buena
suerte. ¿Lo habían agarrado robando? No. ¿Lo habían asaltado en un parque? No.
¿Le habían disparado en medio de una balacera? No. ¿Entonces por qué no estaba
contento? Pronto la herida cerraría, y todo recuerdo se reduciría a una pequeña
cicatriz.
Hace diez años, unas semanas después del estallido, cuando los despidos en la fábrica se empezaron a volver masivos, alguien profetizo, mitad en broma, mitad en serio, que Almada volvería para hacerse cargo del aserradero. Pocos lo escucharon y es seguro que quien lo profetizó, tiempo después, haya soltado una carcajada llena de victoria o haya olvidado su profecía.
De todas maneras, un mes después de aquella profecía, Almada bajo una mañana en la terminal en ruinas de Las Lajas, puso un momento la valija en el suelo, encendió un cigarrillo, y empezó a entrar al pueblo, poco después de terminar el aguacero, rápido y balanceándose, tal vez más flaco, más encorvado, confundible y sosegado en apariencia.
Tomó un vino en el mostrador del Chuñas, persiguiendo calmoso los ojos de la chica que atendía hasta obtener un silencioso reconocimiento. Hasta es posible que haya pronunciado por lo bajo el nombre de la chica: Camila Martínez. Almorzó allí, solitario y rodeado por las camisas de grafa de los trabajadores del aserradero.(Ahora estos trabajaban el doble de horas por el mitad del sueldo; parecían soldados que retornaban de una guerra irreal donde las armas disparaban balas de salva.) Se cambió a una mesa contigua, leyó con indiferencia el periódico local y tomó un café negro, mientras por la radio sonaba Bluen in green de Miles Davis.
Son muchos los que aseguran haberlo visto en aquel candente mediodía de verano. Algunos insisten en su actitud de resucitado, en los modos con que, exageradamente, casi en caricatura, intentó reproducir la melancolía, la ironía, el atenuado desdén de las posturas y las expresiones de varios años antes; recuerdan su afán por ser descubierto e identificado, el par de ojos que parecen avizorar lo infinito, listos para fulminar con una mirada a sus acólitos, para atravesar en un rápido parpadeo la blusa de la adolescente que sirve el café. Otros, al contrario, siguen viéndolo disminuido, acodado en la mesa, tembloroso, fumando un cigarrillo tras otro, mirando nervioso las caras de los que entraban, sin otro propósito que aferrarse a algún rostro familiar que lo devuelva en una mirada a aquellos años donde se podía ir de un sitio a otro sin esfuerzo.
Canceló el almuerzo, murmuró algo sobre el calor, y salió hacia el aserradero, empujando con dificultad la valija, pasando como un fantasma entre la gente, que parecía no reconocerlo. Hasta es capaz que haya pensado que el sopor de la tarde lo había vuelto invisible. Caminó con dificultad, como si tuviera que reconocer las calles del pueblo, redescubrir la calle que lo llevaría hacia donde había ocurrido aquello que motivó su ausencia. Dicen que se detuvo frente al portón de hierro oxidado, acarició el grabado de Vulcano, tomó un poco de viruta y la esparció sobre los geranios que asomaban de un balde roto, y siguió de largo hacia el almacén de López donde compró un trozo de torta de frutilla.
Insinuó después una excursión por los alrededores del aserradero, fue bajando hasta dar con el arroyo mugriento, aumentando el balanceo del cuerpo, trescientos o cuatrocientos metros hasta dar con la tranquera de la estancia donde vivían las mellizas Amaya, alquilada ahora por el Doctor Ansaldi. Lo vieron más tarde, cuando falta poco para que anocheciera cerca de la biblioteca municipal, sentado al lado de una adolescente que tomaba una helado de frutilla. En sus manos, cuentan, tenía un libro de poemas de Yetas. Leyó en voz alta Recuerda la belleza olvidada, se detuvo en los versos que rezan: Y cuando tú suspiras entre besos/escucho la blanca Belleza también suspirando. Otros aseguran haberlo visto perderse en el caserío que se alza en torno a la laguna, lo vieron internarse en una de las casuchas donde unas mujeres semidesnudas regaban con baldes la tierra reseca.
Cuando llegó el ómnibus de las nueve, lo vieron sentado en el almacén de Galindez tomando cerveza con unos serranos que había dejado atado los caballos en la puerta. Discutió con uno de ellos acerca de las distintas maneras de domar un caballo, otros dicen acerca de la manera de llevar a cabo el crimen perfecto. Tal vez haya esperado a Marcos y sus amigos; miró a Reynoso y no quiso saludarlo. Hasta sintió pena al verlo entrar al almacén de la mano de una de las Amaya. Pagó otra ronda de cervezas y cruzó, casi arrastrándose, la plaza para dormir en lo de Tello. Pero ningún habitante del pueblo recuerda haberlo visto nuevamente hasta que se cumplieron siete días. Entonces era sábado, otra vez, todos lo vimos en la puerta de la Biblioteca, más delgado que de costumbres, sentado junto a la mujer del comisionado municipal. Tenía una herida en el brazo. Parecía más joven, como si de improviso cierto vigor lo hubiese acosado, como si esos días de reposo lo hubiesen devuelto a una tardía juventud que no se preocupaba en disimular.
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