Desde niño quise saber como vestía la muerte. Un día tomé valor y pregunté. Me dijeron: “El suave instante en que la muerte te caricia es una codicia lejana “. Ese día tuve un sueño perturbador .Me vi muerto, abandonado en una cama de hospital .Todo estaba en silencio. El cerebro del enfermo de al lado chorreaba y caía dentro de un vaso de agua. El ventilador giraba pesadamente. En una bañera nadaban mujeres con escamas. Una enfermera de rasgos vampirescos meaba sangre sobre mis zapatos. Luego el ruido de un cristal quebraba la calma.
Desperté sangrando. El sol dibujaba una serpiente en la pared penetrando por la persiana entreabierta. Pensativo me senté en la cama y vi como la sangre manaba de mi pecho. El jardín yacía cubierto de cuerpos. Los limoneros tiritaban de miedo y su escozor corría por los senderos de piedra sin eco y sin respuestas. La casa se engalanaba con serpentinas, guirnaldas, globos y caballitos de papel maché. Mi hermana cumplía quince años. Desde el living llegaban los gritos de algarabía de los chicos.
Miré por la ventana las calas que hay en el centro del patio junto al pozo en desuso y se me antojaron más tristes que de costumbre. Advertí como con el paso de los días sus flores blancas habían ido perdiendo tersura. Sentí, de un modo extraño que me acercaba a un hecho doloroso, crucial, que cambiaría para siempre mi vida. Me pregunté si la tragedia no había iniciado su andar en el momento en que decidí preguntar por la muerte.
El sol era ahora un resplandor enjoyado astillando mi mirada. Vi una gran sonrisa suspendida en el aire. La cara de la muerte enmarcó poco a poco la sonrisa. Me desnudé, puse el caño del revólver en el paladar. Cerré los ojos, me masturbé, y cuando estaba punto de eyacular, apreté el gatillo.
Mamá prendió las quince velas. Mi hermana se aprestó a pedir tres deseos. Las velas se pagaron. Se negaron a concederlos. Volví a apretar el gatillo. Se escuchó el estampido. Todos rieron al advertir que venía de mi cuarto.
Rodrigo Heredia, Tilisarao
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