martes, 31 de julio de 2012

LUNES DESCALZOS Y OTROS POEMAS


Por Ayelen Pilmayken

Y ya nunca te salís de mí

Cuando me desnudo
te me apareces
con mis muñecas
dispuesto a asaltar mi infancia

a punta de pistola
me arrinconas
y ya nunca más te salís de mí
te quedás pegado
sin soltar un grito

habitante imprevisto de mi carne

Como una presa dispuesta a desafiar la flecha

Lo más oscuro de mi cuerpo
es la luz que tienen mis labios
al besar.
Yo salgo a pasear mi desnudez
como una presa
dispuesta a desafiar la flecha.

A veces creo que al verte


me vuelvo una presa para siempre.

Sin saber qué hacer

Estamos solos en la cama sin nada que hacer
observando las líneas torcidas del techo
sin mirarnos convencidos que es apenas un instante
lo que tarda en ir y venir el monstruo
que siempre nos vigila
y entonces aplastamos insectos contra el cristal
maldecimos al sol que reverbera sobre los árboles
y nos juramos que una vez en casa

vamos a quitarnos la ropa para siempre.

Sin tormentas por culpar

No eran los restos del temporal
lo que llorabas al borde del aljibe.
No eran los despojos del vendaval
lo que tus manos sucias acunaban
cuando la noche se nos vino encima
y los hombres de la casa
seguían cortando el árbol caído.
Cuando uno de los dos
se encuentre a solas con la calma
no habrá tormentas por culpar.



Lunes descalzo

Quitarse los zapatos
y observarse los pies en el espejo.
Recorrer con una lupa las cicatrices
y cerrar los ojos ante la sutura.
Cortes. Hendiduras.
Y el camino recorrido
siempre, siempre tras bambalinas.
A veces caminar
es como escribir en la oscuridad.
No hay manera de comprender
por qué incurrimos
en alguna forma de ilusión
si no damos por sentado que el camino
no es una excusa
para volver a casa
y forzar el reposo
sino una manera de razonar
cuando no tenemos más que los pies
y es de noche a juzgar
por las sombras desfiguradas
que reflejan el espanto de las estrellas.

Sin saber qué hacer

Estamos solos en la cama sin nada que hacer
observando las líneas torcidas del techo
sin mirarnos convencidos que es apenas un instante
lo que tarda en ir y venir el monstruo
que siempre nos vigila
y entonces aplastamos insectos contra el cristal
maldecimos al sol que reverbera sobre los árboles
y nos juramos que una vez en casa
vamos a quitarnos la ropa para siempre

Un asesino no debe gemir cuando mata

Se pueden ver pedazos de cuchillas
unas cuantas latas oxidadas

reminiscencias de una época
en que al borde del horizonte
siempre, siempre
titilaba una luna deshecha
los rostros por la avenida
parecen avanzar en cámara lenta
distantes/indiferentes
sin pensar en la lluvia
que enmudece la noche
es que un asesino no debe gemir
cuando mata

Ayelen Pilmayken. Nació en el Divisadero en 1992.  Pertenece a la etnia olongasta.

lunes, 30 de julio de 2012

PASADO MAÑANA EN COPENHAGUE


Por Gonzalo Riera

Ojos vacíos

Ahora que toco el borde de la mesa
con la punta de la lengua
y se me pegan migas de pan
y saboreo los restos del almuerzo
con los ojos vacíos
voy adentrándome en lo que estuvo
pronunciando palabras al revés
aunque sea tarde para milagros
y en torno a mi cuerpo
solo arrecie el espanto

Baldosas

Rayones de bufandas alérgicas sin invierno
con el filo de un lápiz con olor a humedad
tracé el mapa de Dinamarca solo para vos
que saliendo de atrás de la pared
un ojo me guiñabas incapaz de ver
Copenhague en otoño 
con un muelle maltrecho

Flores congeladas

Nunca advertimos la distancia
                     que separaba un abismo de otro abismo
como si no hubiera del otro lado nada más
                    flores congeladas murallas de tierra
un foso que contiene el universo
             casi al final del invierno
               cuando la garúa auguraba temporada de caza
con vigías en cada esquina
y las marcas húmedas de los zapatos de una niña pequeña
                             sangrando calle abajo

Las chicas se acuestan a tu lado sin saber por qué

Cuando abrí la puerta
ella estaba suspendida en el aire
sin prestarle atención a la lluvia
y pensé que las chicas se acuestan a tu lado/ sin saber por qué
había otras mujeres en la postal
hablaban sin escucharse
la verdad no es más que unas cuantas palabras pulcras
dijo la pelirroja
tengo la sensación que está ciudad se va a derrumbar
en un estrépito de polvo y humo
escribió la rubia que tenía en brazos un  perrito
y cerré la puerta
sin dejar de pensar que las chicas se acuestan a tu lado / sin saber por qué


Pasado mañana en Copenhague

Es difícil abrazar una desnudez corrosiva
cuando la nieve no deja de caer
y en la cabeza no deja de repetirse
la imagen del grifo
ella dice que vela por el oro
y yo lo veo trepar a la cama cuando estamos desnudos
dispuesto a devorarnos
justo a la hora en que unos ancianos harapientos
                                                  arrastran unos trineos cerca del Kronprinsen
cuando los trenes se han detenido
                                         y se oyen gitanos al oeste
y una felicidad desconocida nos atraviesa
                  como si hubiese estado estancada
en las páginas húmedas de un diario
y parecen más dulces los duraznos recién sacados de la lata

Gonzalo Riera: Nació en Naschel en 1990. Actulamente trabaja como peón en una estancia de Algarrobo del Águila, en La Pampa.

miércoles, 18 de julio de 2012

EL CEREBRO DE EINSTEIN


Por Roland Barthes

El cerebro de Einstein es un objeto mítico: paradójica­mente, la inteligencia más destacada forma la imagen de la mecánica mejor perfeccionada, al hombre dema­siado poderoso se lo separa de la psicología, se lo intro­duce en un mundo de robots; en las novelas de ciencia-ficción, los superhombres siempre tienen algo de cosificado. Einstein también: comúnmente se lo expresa por su cerebro, órgano antológico, verdadera pieza de mu­seo. Tal vez a causa de su especialización matemática, el superhombre está despojado de todo carácter mágico. En él no hay ninguna potencialidad difusa, ningún misterio que no sea mecánico; es un órgano superior, prodigioso, pero real, inclusive fisiológico. Mitológica­mente, Einstein es materia, su poder no conduce espontáneamente a la espiritualidad, necesita del auxilio de una moral independiente, la evocación de la "concien­cia" del sabio (Ciencia sin conciencia, como se dice). El mismo Einstein se ha prestado un poco a la le­yenda al legar su cerebro, disputado por dos hospitales, como si se tratara de una maquinaria insólita que al fin se va a poder desmontar. Una imagen lo muestra tenso, la cabeza erizada dé hilos eléctricos: se registran las ondas de su cerebro mientras se le solicita que "piense en la relatividad". (Pero, en realidad, ¿qué quiere decir exactamente "pensar eh..."?) Sin duda se intenta ha­cernos sentir que los sismogramas serán más violentos cuanto más arduo sea el tema de la "relatividad". El pensamiento es representado como una materia ener­gética, producto mensurable de un aparato complejo (poco menos que eléctrico) que transforma la sustancia cerebral en fuerza. La mitología de Einstein hace de él un genio tan poco mágico que se habla de su pensamien­to como de un trabajo funcional análogo a la produc­ción mecánica de las salchichas, a la molienda del grano o a la trituración del mineral: producía pensamiento, continuamente, como el molino de harina, y la ha sido para él, ante todo, el detenimiento de una función localizada: "el más potente cerebro ha cesado de pensar".

Esta mecánica genial tenía un objetivo: producir ecuaciones. A través de la mitología de Einstein, el mundo ha reencontrado con deleite la imagen de un saber convertido en fórmulas. Hecho paradójico: cuanto más el genio del hombre se materializaba en las formas de su cerebro y cuanto más el producto de su invención alcanzaba una condición mágica, más reencarnaba la vieja imagen esotérica de la ciencia encerrada en algu­nas letras. Existe un secreto único del mundo y ese secreto cabe en una palabra; el universo es una caja fuerte cuya clave es buscada por la humanidad. Einstein casi la encontró y ése es el mito de Einstein; todos los temas gnósticos vuelven a encontrarse en él: la unidad de la naturaleza, la posibilidad ideal de una reducción fundamental del mundo, el poder de apertura de la palabra, la lucha ancestral de un secreto y de un nom­bre, la idea de que el saber total sólo puede descubrirse de golpe, como una cerradura que cede bruscamente después de mil tanteos infructuosos. Por su simplicidad inesperada, la ecuación histórica E = me2 cumple casi totalmente la idea pura de la llave, desnuda, lineal, de un único metal, que abre con facilidad absolutamente mágica una puerta sobre la que nos obstinábamos desde hacía siglos. Las imágenes lo muestran: Einstein, foto­grafiado, está al lado de un pizarrón cubierto por signos matemáticos de visible complejidad; pero el Einstein dibujado, es decir el que entró en la leyenda, tiza en mano todavía, acaba de escribir sobre un pizarrón des­nudo y como sin preparación, la fórmula mágica del mundo. De esta manera, la mitología respeta la natura­leza de las tareas: la investigación propiamente dicha moviliza engranajes mecánicos, tiene por sede un órga­no totalmente material cuya única monstruosidad es su complicación cibernética; el descubrimiento, por el con­trario, es de esencia mágica, simple como un cuerpo primordial, como una sustancia elemental, piedra filosofal de los herméticos, agua de alquitrán de Berkeley, oxígeno de Schelling.

Pero como el mundo continúa, como la investiga­ción aumenta permanentemente, como es necesario re­servar también un papel a Dios, algún fracaso de Eins­tein se hace imprescindible: Einstein ha muerto, se afirma, sin haber podido verificar "la ecuación donde tenía el secreto del mundo". Finalmente el mundo ha resistido; apenas penetrado, el secreto se ha vuelto a cerrar; la clave era incompleta. De este modo Einstein satisface plenamente al mito, que se burla de las con­tradicciones con tal de instalar una seguridad eufórica: mago y máquina a la vez, buscador permanente y des­cubridor insatisfecho, desencadenador de lo mejor y lo peor, cerebro y conciencia, Einstein cumple los sueños más contradictorios, reconcilia míticamente la potencia infinita del hombre sobre la naturaleza y la "fatalidad" de lo sagrado de la que aún no puede despojarse.

Mitologías. Roland Barthes. Traducción: Héctor Schmucler. Siglo XXI Editores. Buenos Aires.