Por Bruno Osella
Los días con Mariela tienen eso al despertar de casa fría y lecho tibio. Ése portazo en algún lado resonando una milésima de segundo después (siempre parece que es después) que termina de levantarme las persianas, y Mariela que duerme a mi lado aún sin yo saberla del todo…
Los primeros paneos de pantalla repasando todo el cuarto parecen despertar una especie de mecanismo combativo contra la vigilia en la piel. Se estiran y entierran las raíces del cuerpo al colchón, la nariz palpa como asomando su propia nariz fuera de la madriguera el azul del aire helado, y nada podemos hacer contra tales adversidades y tamaña fuerza del cansancio…
La conciencia ha bostezado y estirado el brazo más allá de la ventana con cara de quien consulta a oscuras un reloj de pared (…) Ésos días tienen eso de que siempre es tarde. Vuela a trancos el tiempo mientras intento cortar las sogas repletas del musgo de toda la noche anterior. Niego sentir a Mariela acostada en mi pecho, tan limpia y tibia cuando duerme y me enrolla entre los brazos, tan bella en el sueño, en su ausencia de avistaje de las cosas…
Los días con ella tienen eso de no recordar que está más que en el cuerpo, de negarla y salir de un salto de la cama antes que despierte, cantando alto como para despertarla o para no oír el memoránum del cuerpo que me cuenta que ha amanecido a mi lado…
Son días de buen prólogo. La música y el mate acompañando el letargo dentro de alguna lectura, algo que me distraiga del saber, de la cruda conciencia de mi cuerpo, de Mariela estirando los brazos en el cuarto, dibujándose a fuerza de roces torpes en el espacio ondulante y opaco del sonido…
Y sólo basta con que ella entre al baño para que ésos días tomen su curso, abrir con un susurro la puerta y acomodarse las crines con ojos ausentes, aguardando…
Lo que hacen mis pasos es obvio. Horneo alguna excusa consciente como la de remojarnos ésa cara cansada, “che, debo dar asco…”
Aún sin verla, sin saberla, comienza el día a sucederse a intervalos. Los dedos largos y agudos del espejo me tocan la cara con frialdad de hoja de puñal atravesándome la estima, me llenan de pústulas e insectos los ojos, la boca y el pelo… y apenas si comienzo a ver los contornos titilantes de su mentón en mi hombro. Ése encogerse de mi vientre bien pueden ser las enredaderas suaves que me enrollaban en la cama, sus brazos desde atrás sujetándome con ternura… Comienzo a comprender que está ahí, asoma un ojo acobardado la conciencia por el resquicio abierto de la puerta, la entrabre un poco más y vislumbra con resignación de mártir la verdad que se frota las manos…
Ésos días se suceden entre asaltos porque logro efímeros escapes. Corro rápido a los discos y al mate y adentro del libro, transpirando el sudor frío que me dejan en la espalda los abrazos de Mariela. Y suena la campana y ya de nuevo a la excusa y al baño y a las pústulas y a Mariela y al descanso en un segundo de los párpados, como entregándome a la inexorable dosis de Mariela que tienen días como ésos…
Y se hace tarde…
Cuando por encima de mi hombro ya veo brillar vidriosos sus ojos, toda ella se figura en los planos de la realidad. Su corto camisón de seda, sus senos suavemente colocados en mi espalda, los brazos enredados, las piernas desnudas abriendo zurcos intercalados con las mías desde atrás, el leve vaho espeso y caliente apoyándose en mi cuello… Sé que ahí está su boca. Siento a Mariela, la veo en el espejo y siento el amor de Mariela, sus ojos de musa triste reflejados en ése cuadrilátero de vidrio que ya sólo es un charco en la pared devolviéndonos los semblantes tenues que tenemos cuando estamos juntos…
Apenas si volteo y me junto con sus labios en un beso triste, un beso húmedo como de estación de tren, un beso con sabor a mar y a café frío…
Suelo alejarme de pronto, aturdido, la olvido un rato sóla y llorando en un rincón del baño, agazapada entre sus rodillas, hermosa y empequeñecida como es Mariela cuando llora…
Quedo vagando por la casa con gracia de fantasma, quedo ciego y turbio en los quehaceres…
Ésos días son días de sombras largas, días presumiendo góticos arquitectos que erigen sus catedrales por mi barrio. Son días de grises y penumbras, de esa sensación en la boca del estómago que suelo confundir con el hambre o la acidez o el amor. Son días de falta, cuando deambula por la casa Mariela todo falta a sus lugares, las cosas entorpecen mi labor de interactor porque faltan al armónico deber que poseen el resto de los días: a funcionar o siquiera a vestir un nombre. Generalmente acabo postrado en la mesa como un vegetal, apenas si entregado al movimiento de un lápiz que traza líneas para acá y para allá sobre un vientre blanco, mientras la observo… La miro caminar apagada y despierta, una antítesis de lo sonámbulo, con una porción breve de ella aún el territorio de los sueños. Intento dibujar a Mariela sin calco, captar su centro trazando los caminos aleatorios que hace por la casa. Intento como buscando en su esencia angelical respuestas, como si toda ella y su inocencia y su dolor del más hondo fueran estigmas de una media existencia, de un semi-acontecer en lo divino…
Ella camina y yo escarbo en la hoja los destellos de su andar, busco el lugar luminoso, edénico, busco la absoluta libertad en sus pasos ausentes ahora que no hay salida, ahora que todo el día será uno de ésos días, y todo en derredor se ha transformado en un paraje tan triste y hermoso como Mariela…
Foto de Luny Villafáñe.