martes, 27 de octubre de 2009

LOS HOMBRES NO LLORAN



















Capítulo 1: 



                               El era un nene de mamá, caminaba desnudando su inhibición. Escondía tras su dispuesta sonrisa miles de “s” endulzadas hasta el “cursilismo”, dispuestas a manchar de sexo los miembros de nosotros, los arrogantes.

            Nos sentábamos en cualquier esquina, fumando a pecho, con el Heavy Metal encarnado hasta apestar sus notas. Escondíamos las cabezas en los oscuros gorros, nuestros colorados ojos no aguantaban la luz del sol.

            Yo la tenía en el bolsillo, desde hacía bastante tiempo ya, latía con fuerzas intentando salirse algunas veces, podía sentir su frágil respiración. Ella era pequeña, tenía la medida de una vela, y casi nunca hablaba, aunque por las noches se la escuchaba cantar un prohibido tango.

            Recuerdo el día que la encontré, yo era un pibe del primario. Mamá estaba en la pieza con ese señor de traje con tono de norteño, que me regalaba una bolsa de “sugus”, y tras su forzada sonrisa de hombre excitado, me mandaba a jugar con los “changos” como los llamaba él, y se encerraba en casa con mamá, siempre saliendo un rato antes que llegara papá. Estaba yo con el Héctor, pateando unos penales en la calle, cuando lo vi llegar. El viejo era un tipo tosco, su barba nunca nacía, pero tampoco moría del todo. El plan trabajar mantenía erguido su vicio, y el alcohol se instalaba en sus ojos. Fuerza de albañil, tozudez de mezcla, y violencia de ripio. No quedaba en sus manos ásperas lugar para el amor.

            Llegó a casa más temprano que de costumbre, y el trueno avisa que se avecina una tormenta.

            No recuerdo muy bien los hechos, las lágrimas poblaban mis ojos que fueron aprendiendo que los hombres no lloran. El señor de traje, salió desnudo corriendo, recuerdo su miembro erecto y sus ojos asustados. Nunca lo volví a ver. Papá gritaba, el odio potenciaba su voz, y entre la multitud de palabras, cayó  ella. El tiempo por fin dejó de correr. Mamá estaba en la cama después de la golpiza del viejo. La noche era el emperador que se paseaba con las manos frías, y yo sentado en el cordón de la vereda, tragando nudos e intentado atraer al olvido, la encontré allí, junto a mi pie izquierdo, entre un papel Vimar rojo, y una perdida bolita de vidrio. Alargada de unos tres centímetros, su color no llamaba la atención, era de un marrón opaco, tenía bordes lisos, un pequeño agujero en uno de sus extremos y en el otro una afilada punta color roja, las dos alitas estaban quietas, trasparentes como las de un hada. La reconocí de inmediato, había oído arrojarla por mi viejo. La tomé con cuidado y la guardé en mi bolsillo.

            A medida que crecí, comprendí el delito que cometía, nadie tenía que adueñarse de la palabra “puto”, ella volaba con sus alitas y se depositaba en la lengua de quien necesitara odiar. Pero ya no era así, yo la tenía. Cada una semana, cuidadosamente, cortaba la punta de sus alitas para que no se escapara volando. Una noche la dejé en la vieja pecera y me dispuse a oírla. “Homosexual”, oí su débil voz escondido tras el respaldo de la cama. Algunas noches me quedaba largas horas espiándola, pero nunca más la escuche así, creo que sabía que la observaba y me guardaba rencor por el secuestro.

            Quince años después, estaba sentado con los muchachos, en la casa del “rulo”, nos habíamos quemado trescientos mangos en líneas escuchando Iron al palo. El ventanal que daba a la calle estaba abierto, el rulo zapaba sobre Dave Murray como mil demonios. El Gordo y yo, estábamos duros tirados en el sillón. Carlos y el Boti se cagaban a trompadas pogueando con “Sanctuary”, cañazo de Maiden.

            De repente, el Gordo, corrió a la ventana y grito “trolo” a todo pulmón. Nos amontonamos en la ventana, puteando al vecino que paseaba su homosexualidad con total indiferencia. Nosotros nos cagábamos de risa mientras lo insultábamos exacerbados por el éxtasis. Yo acariciaba “puto” en mi bolsillo, ella quería salir, podía sentirlo. Quería volar después de tantos años de secuestro. Pasé mi índice por su lomo, ella subió a mi dedo y las ganas comenzaron a acrecentarse en mi pecho. Lentamente empecé a sacarla, a mi lado el Boti lanzaba mil palabras con su boca, entre risas. Sus ojos estaban rojos y fuera de sí. Cuando un ruido me asustó y rápidamente guardé la palabra de nuevo en el bolsillo. El rulo había abierto la puerta, no podía oírlo, pero incitaba a algo mirándonos y sonriendo. Los otros muchachos corrieron hacia afuera. De repente nos encontrábamos persiguiendo al vecino. Lo seguimos una cuadra, hasta que el Boti lo agarró. El gordo y el Carlos, lo tomaron de los costados.   Comenzó a moverse desesperadamente, y lloraba de rabia. Los hombres no lloran.

            Lo llevaron hasta la casa del Rulo, le ataron lo pies a la mesa, mientras el Boti cerraba la ventana, y yo preparaba cinco líneas con los últimos gramos que quedaban. Los gritos del gay se perdían entre las agudas notas de Dave Dickinson. El Gordo se había sentado en su espalda, obligando al muchacho a apoyar el pecho en la mesa, mientras le daba puñetazos en la nuca. El rulo mató una línea, y con una botella de Vodka barato que tomaba puro, se acercó al gay. Todos reíamos a carcajadas. Bajó sus pantalones y los del vecino, y tomando su miembro con la mano desocupada, lo introdujo en el ano del muchacho. Mientras lo violaba con violencia, sentí que decaía mi ánimo, pintó el bajón, pensé y me senté frente a la cara del chico. Sus ojos estaban tristes, eran color miel, medios idos por los continuados golpes en la nuca del gordo. Tenía tez blanca, nariz chiquita, y labios rosados.

            Comenzó la lastima a golpear mi puerta, así que me paré y fui hasta la mesa. Tomé el caño hecho con papel de cigarrillo, y aspiré la línea de merca más cercana. Cuando terminé y el mundo se sublevó a mis pies, supe que hacer. El gay ya estaba inconsciente, ahora Carlos penetraba al muchacho echando chorros de alcohol a su pene mientras en traba y salía, para lubricarlo. Lo tomé de la remera, y lancé con fuerzas hacia atrás. En mi bolsillo la palabra repetía una sola frase: Salvá a Juan, salvá a Juan. Carlos se enojó, con los pantalones bajos y el vodka en la zurda, encaró para pegarme, pero yo estaba un paso más adelante, y “puto” en mi bolsillo me daba valor, lo cagué un puñete en la nariz, los chicos desfallecían de risa. El Gordo cayó de la mesa cuando lo empujé, casi ahogado por su propia carcajada. Desaté al gay de la mesa, subí sus pantalones, y cargando casi todo su peso en mi espalda, caminamos hasta mi casa. 




Patchu Lucero, Río Cuarto, Cordoba.



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