miércoles, 15 de junio de 2011

MARIELA

Por Bruno Osella

Los días con Mariela tienen eso al despertar de casa fría y lecho tibio. Ése portazo en algún lado resonando una milésima de segundo después (siempre parece que es después) que termina de levantarme las persianas, y Mariela que duerme a mi lado aún sin yo saberla del todo…
Los primeros paneos de pantalla repasando todo el cuarto parecen despertar una especie de mecanismo combativo contra la vigilia en la piel. Se estiran y entierran las raíces del cuerpo al colchón, la nariz palpa como asomando su propia nariz fuera de la madriguera el azul del aire helado, y nada podemos hacer contra tales adversidades y tamaña fuerza del cansancio…
La conciencia ha bostezado y estirado el brazo más allá de la ventana con cara de quien consulta a oscuras un reloj de pared (…) Ésos días tienen eso de que siempre es tarde. Vuela a trancos el tiempo mientras intento cortar las sogas repletas del musgo de toda la noche anterior. Niego sentir a Mariela acostada en mi pecho, tan limpia y tibia cuando duerme y me enrolla entre los brazos, tan bella en el sueño, en su ausencia de avistaje de las cosas…
Los días con ella tienen eso de no recordar que está más que en el cuerpo, de negarla y salir de un salto de la cama antes que despierte, cantando alto como para despertarla o para no oír el memoránum del cuerpo que me cuenta que ha amanecido a mi lado…
Son días de buen prólogo. La música y el mate acompañando el letargo dentro de alguna lectura, algo que me distraiga del saber, de la cruda conciencia de mi cuerpo, de Mariela estirando los brazos en el cuarto, dibujándose a fuerza de roces torpes en el espacio ondulante y opaco del sonido…
Y sólo basta con que ella entre al baño para que ésos días tomen su curso, abrir con un susurro la puerta y acomodarse las crines con ojos ausentes, aguardando…
Lo que hacen mis pasos es obvio. Horneo alguna excusa consciente como la de remojarnos ésa cara cansada, “che, debo dar asco…”
Aún sin verla, sin saberla, comienza el día a sucederse a intervalos. Los dedos largos y agudos del espejo me tocan la cara con frialdad de hoja de puñal atravesándome la estima, me llenan de pústulas e insectos los ojos, la boca y el pelo… y apenas si comienzo a ver los contornos titilantes de su mentón en mi hombro. Ése encogerse de mi vientre bien pueden ser las enredaderas suaves que me enrollaban en la cama, sus brazos desde atrás sujetándome con ternura… Comienzo a comprender que está ahí, asoma un ojo acobardado la conciencia por el resquicio abierto de la puerta, la entrabre un poco más y vislumbra con resignación de mártir la verdad que se frota las manos…
Ésos días se suceden entre asaltos porque logro efímeros escapes. Corro rápido a los discos y al mate y adentro del libro, transpirando el sudor frío que me dejan en la espalda los abrazos de Mariela. Y suena la campana y ya de nuevo a la excusa y al baño y a las pústulas y a Mariela y al descanso en un segundo de los párpados, como entregándome a la inexorable dosis de Mariela que tienen días como ésos…
Y se hace tarde…
Cuando por encima de mi hombro ya veo brillar vidriosos sus ojos, toda ella se figura en los planos de la realidad. Su corto camisón de seda, sus senos suavemente colocados en mi espalda, los brazos enredados, las piernas desnudas abriendo zurcos intercalados con las mías desde atrás, el leve vaho espeso y caliente apoyándose en mi cuello… Sé que ahí está su boca. Siento a Mariela, la veo en el espejo y siento el amor de Mariela, sus ojos de musa triste reflejados en ése cuadrilátero de vidrio que ya sólo es un charco en la pared devolviéndonos los semblantes tenues que tenemos cuando estamos juntos…
Apenas si volteo y me junto con sus labios en un beso triste, un beso húmedo como de estación de tren, un beso con sabor a mar y a café frío…
Suelo alejarme de pronto, aturdido, la olvido un rato sóla y llorando en un rincón del baño, agazapada entre sus rodillas, hermosa y empequeñecida como es Mariela cuando llora…
Quedo vagando por la casa con gracia de fantasma, quedo ciego y turbio en los quehaceres…
Ésos días son días de sombras largas, días presumiendo góticos arquitectos que erigen sus catedrales por mi barrio. Son días de grises y penumbras, de esa sensación en la boca del estómago que suelo confundir con el hambre o la acidez o el amor. Son días de falta, cuando deambula por la casa Mariela todo falta a sus lugares, las cosas entorpecen mi labor de interactor porque faltan al armónico deber que poseen el resto de los días: a funcionar o siquiera a vestir un nombre. Generalmente acabo postrado en la mesa como un vegetal, apenas si entregado al movimiento de un lápiz que traza líneas para acá y para allá sobre un vientre blanco, mientras la observo… La miro caminar apagada y despierta, una antítesis de lo sonámbulo, con una porción breve de ella aún el territorio de los sueños. Intento dibujar a Mariela sin calco, captar su centro trazando los caminos aleatorios que hace por la casa. Intento como buscando en su esencia angelical respuestas, como si toda ella y su inocencia y su dolor del más hondo fueran estigmas de una media existencia, de un semi-acontecer en lo divino…
Ella camina y yo escarbo en la hoja los destellos de su andar, busco el lugar luminoso, edénico, busco la absoluta libertad en sus pasos ausentes ahora que no hay salida, ahora que todo el día será uno de ésos días, y todo en derredor se ha transformado en un paraje tan triste y hermoso como Mariela…
Foto de Luny Villafáñe.

martes, 31 de mayo de 2011

EL HOMBRECITO AMARILLO

    Por Marcos Freites

El viejo trataba de explicarle al niño la razón por la que no podía descender hasta el fondo del pozo.
-Hay mucho fango, quedarás enterrado hasta el cuello, y a tu edad no es bueno que te hundas.
- Quiero ver al hombrecito amarillo.
-Lo verás más tarde cuando llegué tu padre.
-Es que yo quiero verlo ahora, tío.
- Bueno, bajarás conmigo.
Desde que un sujeto merodeaba la casa de los Meneses, el viejo se había convertido en la sombra de su sobrino. Sus padres habían tenido que viajar a la ciudad de improviso, y no existiendo otro familiar cercano, el niño quedó en compañía del viejo. La casa era pequeña, rodeada por un puñado de árboles frondosos, con una larga chimenea por la que siempre salía un humo espeso y azul. En frente como única vegetación crecía un sauce castigado por los ventarrones donde los visitantes solían atar sus caballos. Abajo, casi en secreto, corría el arroyo en cuyo fondo el niño había visto el hombrecito amarillo antes que se decidiera a morar en el pozo.
El viejo tomó al niño de la mano, y cuidadosamente inició el descenso. El terreno estaba resbaloso y costaba hacer pie. El niño bajaba dando gritos, llamando al hombrecito amarillo. Un olor nauseabundo a fango podrido brotaba desde el fondo. Mientras sujetaba al niño, el Viejo recordó el rostro amoratado de la niña en el zanjón, la mueca que antecede a la muerte, el guardapolvo rasgado con manchas de barro, el chirrido de los cables eléctricos silbando junto al viento.
-Volvamos, no hay nada ahí abajo.
- Pero tío, está bajo el agua. Yo lo vi meterse. Hasta escuché el ruido del agua cuando se sumergió.
- Volveremos mañana, respondió el viejo e inició el ascenso apretando con violencia la mano del niño que se empeñaba en bajar. Arriba, a través de la boca redonda, brillaba la claridad del día. Las paredes del pozo, cubiertas de musgo, dificultaron el regreso. Tras varios resbalones, alcanzaron la superficie. Ahí se sentaron en silencio. El niño estaba cabizbajo observando los pies gigantescos de su tío que se había descalzado. Tuvo deseo de acariciar el vello de las piernas, recorrer esa piel repleta de manchas blancas. El viejo trataba de olvidar la niña, los gritos que dio sin que nadie le prestara auxilio. Recordó el lunar en forma de trébol junto a las nalgas, blancas, flacas,  repletas de rasguños.
- Mientras el hombrecito amarillo viva ahí, seguirás viendo cosas feas, tío, dijo el niño sin mirar al viejo, y  dejó que su vista se extraviara entre los montones de piedra que reverberaban bajo el sol.

Ilustración: Mark Ryden

viernes, 27 de mayo de 2011

CARAMELOS DERRETIDOS Y OTROS POEMAS


CARAMELOS DERRETIDOS Y OTROS POEMAS
MAURO CUELLO

CARAMELOS DERRETIDOS

Transgresiones vespertinas
Marcan el caudal de un río,
Con desembocadura
En la amarga experiencia que nos unen.
Lo paterno se desintegra
En un rito de caramelos derretidos,
Por los calores de tus desgracias.
Lo ves.
Y el silencio te arrebata
Al cerrar la puerta.
 Comenzó la fiesta.
Silencio.
 Escuchas el silencio,
Aferrado a un  inocente álbum de figuritas,
Esperando.


Trozos de espejos
Se vienen a la memoria,
De aquello que es
 El múltiple reflejo.
No resisten mirarse.
Ríen rompiendo sus huesos,
Con cálidas melodías interpretadas
En las causalidades de existencias mediocres.
Nos miramos,
Y surge la pregunta.
¿El poeta dónde está?
Sabes la respuesta
Pero no se lo digas a nadie.
Y en la raíz primigenia,
Donde lo invisible
 Se vuelve delgadamente inexplicable
 Para el ojo,
Lo ves sentado.
Asesinado por el prejuicio de las palabras.
Que no encuentran sus significados,
sus vocaciones…

AGONÍA

Detrás de la ventana,
La vida me arroja pequeñas piedras.
No La escucho y lloro.
Al pasar los años la sensibilidad del vidrio se hace presente,
Me interpela,  pregunta,
Grita.
El eco de sus palabras cansadas me retumba en la cabeza.
El sol ya no es el mismo, el también se cansó.
¿Cómo lo sé?
Sus rayos ya no son iguales,
Yo tampoco.
Y mientras el mugriento aire del afuera contamina
 Lo que puedo ver.
Me sofoco en una habitación que se impregna de la nada,
Esperando el momento de salir.
 Por la ventana.

LA ROÑA

Mal gastada la roña que lubrica las mezquindades.
Criticas sin sentido.
La piedra choca con otra piedra, otras diferente a ella.
Rozan desesperadamente oyendo sus gritos, los gritos.
Poco a poco la roña fluye, las baña, las sofoca.
Sin poder respirar se detienen un instante.
Concentran.
Concentran……
Un segundo de magnitudes astronómicas se hace presente.
Explosión de amarga vivencia la derrite.
Se ha perdido la piedra,
Las piedras.
Nunca lograron transformarse.
La roña,
Esa de todos los días,
Con fina perseverancia
Forja en la misma entraña de la piedra,
El triste destino de ser solo una piedra.
La decisión nunca le dijo al segundo.
Detente.
Hoy soy piedra que se sabe diamante.
Y me lo creí.

Mauro Cuello
Naturaleza muerta -1973-Roy Lichtenstein


lunes, 23 de mayo de 2011

LAS BOLSAS ESTÁN VOLANDO

          Por Patchu Lucero
Las bolsas están volando. Se enredan entre ellas, se burlan de los efectos gravitatorios y vuelan. Recorren metros y metros hasta posarse en una esquina desgarradas por las ramas. Luego de levantar vuelo, una bolsa sabe que no será la misma, que cuando el viento cese, se desplomará en tierra, sangrante por tajos insolventes, desecha, y será basura, olvidada por los usureros, utilitarismo falaz, un empirismo olvidado. Ya no será una bolsa que llenarán.
Berenice arrastraba los pies mientras caminaba por la rivera. Las luces se reflejaban en la oscuridad inquieta y los cazadores de romanticismo de manual colocaban sus cámaras fotográficas frente al rio. Berenice, tenue y recíproca, no tenía un después. Con una cartera (con toallitas, un espejo roto, un monedero con $10 en monedas, y dos servilletas con frases de Baudelaire) arrastraba los pies de arena, mientras pensaba en las bolsas. Manuel era de plástico demasiado pesado para volar, con sus fiestas de poco alcohol y mucha estupidez.
Berenice susurraba Et je I`at trouvée amère sin saber lo que decía, y pensaba en las bolsas. Carmen, la amiga y sus eternos después. Primero su novio que le hablaba de Venecia y la caridad en África mientras pagaba la cuenta del café en Habana y le miraba el culo a la camarera. Primero la salida con las amigas que sueñan ser bailarinas de Tinelli... Máscaras con etiquetas.
Berenice estaba cansada del silencio estrepitoso. Et je I`at trouvée amère. Revisó los bolsillos y encontró una canica que un delirante le había regalado. Sonrió. La falta de lógica conlleva a estados insostenibles, carestía de objetivos, le había dicho esa tarde, recordó al delirante serio, y abriendo los ojos le respondió: La vida es una bolsa de nylon en pleno vuelo, si no te subís sos un caño de PVC lleno de mierda.
Un joven se paró a su lado ¿Tenés hora? le preguntó, Berenice miró el reloj de las horas. Si, las dos de la tarde. El joven se quedó perplejo en medio de la inminente noche. Berenice volvió a sonreír. Cansada de los caños de PVC. Se sentó frente al puente del Howard Jonson mientras en su cabeza se dibujaba Manuel cuando contento con el uniforme de estudiante de policía golpeó la puerta de su casa. Con su corte a la americana le contaba a la familia de Berenice como había aprobado el ingreso. Había corrido cuarenta minutos sin parar, había hecho cien lagartijas y después había desarmado y armado una 9 mm en 20 minutos. El papá de Berenice lo miraba satisfecho, contento que su sangre se prolongue en los caminos de la ley y la moral, mamá había dejado las cuentas del rosario y sonriente escuchaba a Manuel.
Berenice miró un murciélago que revoloteaba inquieto sobre el rio. Manuel, Carmen, su papá, su mamá, el quiosquero, los profes, todos caños subterraneos al servicio del drenaje. Ella quería ser una bolsa. Et je I`at trouvée amère “¿Cuánto hace que no hacen el amor?” las palabras revoloteaban, se mezclaban con la idea de la Maga parada en medio de un zaguán sin nada. No quería volver, con un sermón lleno de moral, con una cama que se convertía en contición, con un té lleno de reproches, con una facultad de lógicas domésticas. Ella quería saber eso de subirse, de ser una bolsa de nylon en pleno vuelo.
Y entonces, como enviado por un motor llegó el viento pujante “contá conmigo para el viaje, pero no esperes que me quede”, tocó su hombro, “Cuántas estrellas hay que contar antes de saber que estamos vivos”, y le arrancó un gemido.
Nada puede ser más fácil que ser una bolsa de nylon en pleno vuelo.
Arte: Roy Lichtenstein

miércoles, 11 de mayo de 2011

DESPUÉS DE LOS ESPEJOS


Por Patchu Lucero

Pasa este río como una antigua estrella fugaz. Todavía espero a Laura que me prometió venir. El relativismo del tiempo no es otra cosa que la cadencia de la composición, es la figura rítmica dentro del cuatro cuartos (el mundo está divido en cuatro cuartos) Por los que los minutos esperando a Laura se me hacían eternos.
El sol crujía intentando persuadir las sombras. Laura llegó y me dio por fin el paquete. Era redondeado y del tamaño de una canica grande. Estaba envuelta en una tela medio sucia de algodón azul. Lo tomé con el cuidado que requería. Laura me miraba, deseosa de saber que era el contenido. Por su mirada tuve la certeza que había seguido al pie de la letra las instrucciones. Andá hasta el lago de brea, sin meterte. En el occidente vas a encontrar un bulto de 20 centímetros de circunferencia. Agarralo con excesivo cuidado, y lo guardás en el bolso. Es imprescindible que no lo mires, que no lo abras. Ella lo había hecho sin miramientos. Había sido de una ayuda increíble, no sé si era por ese amor laberíntico que sentía por mí, o por alguna sensación de asistencialismo. Pero para mí solo eran los fantasmas. Luego de ver El Dorado, de ver el último círculo atemporal, ya no había rio, no había tiempo, ya no había música, ni sol.
De a poco fui desenvolviendo el paquete, y ahí estaba, el ojo del tigre blanco, tan azul. Me fui consumiendo en la vorágine de los mares que se desprendían de su retina, abandonando el sol y el tiempo. Nadando hacia otra caverna.

domingo, 1 de mayo de 2011

EL MUNDO NO ES MÁS QUE ESO

Por Luciana Garamondi 
1.Si se redujera el ruido disperso a unos pocos aullidos y no tuviéramos que soportar el alboroto de los recién llegados ni el estampido de la música del trópico, podríamos dejarnos caer en la cama y por un rato hacer más llevadera esta miseria, aunque tengamos que conseguirnos plata para el almuerzo y toda tu familia empiece a mirarnos con mala cara y antiguos novios comiencen a merodear la casa en autos lujosos y mires hacia el pasado convencida de que las cosas hubieran sido muy distintas si no me hubieras conocido; y así se nos van yendo los días y sin que nos demos cuenta lo que ayer estaba en un punto hoy está en otro, todo se vuelve inalcanzable de este modo.

2. En todos lados hay marcas húmedas de tus dedos. La verdad es que no les he prestado atención hasta hace unos pocos días cuando algo de vos empezó a apoderarse de todo, hasta de las cosas que la intemperie silenciosamente había rechazado.

¿Son tus huellas señales que preceden al fin del día? ¿Intentás demarcar cuidadosamente lo que hemos dejado a medio hacer? ¿Recuerdan tus pies el camino que tuvo que atravesar el fuego para llegar hasta aquí?  ¿Cuándo falte la luz en esta habitación dispondrás de lo que queda de mí?

3. Abrías espacio entre los cúmulos de sombras para ubicar algo de vos ahí en ese punto donde yo no podía dejar de mirar y no era tu boca burlándose de la lluvia ni siquiera la tibieza de tu saliva recordándome días en que te pertenecía por completo y sin protestar me entregaba a tus caprichos.

4. Y para no escribir en vano, en el lado soleado del cuaderno de apuntes está el ojo en tinta, la prosa inconclusa, el cielo concedido antes de tiempo, el pañuelo ya poblado de adioses en mitad de una lluvia incesante.
5.
El mundo no es más que eso. Apuntes en un viejo cuaderno.
Registro de días donde no suceden grandes cosas. Apenas el recuerdo de una chica dispuesta a cumplir su insensata voluntad, un sueño recurrente. El vuelo de los patos salvajes al final de la temporada. Ropa tendida. El zumbido de los insectos rondando la fruta madura. La voz de las visitas que llegan a la hora de la siesta.
El mundo no es más que eso.
6. Nos reuníamos a orillas del gran canal en mitad de la noche. A veces, éramos tres sombras hambrientas dispuestas a beber botellas infinitas de alcoholes infernales. La vida se nos partía entre los brazos. Otras veces a la luz de una fogata nos quitábamos la ropa y todo nuestro tesoro era un trozo de piel ofrecido, cuatro gotas de vino, un rayo de luna hiriendo nuestra desnudez. Hasta que un día supimos del espanto y bajo una lluvia espesa, amarillos de horror dejamos para siempre nuestro lugar a orillas del gran canal en mitad de la noche.

7. Puede verte coleccionando agujas un domingo frío en las afueras de la ciudad, caminando entre los escombros ante la indiferencia de los guardias que no puede ver la tristeza de tus brazos alargándose para abrazar un manojo de niebla. Pienso en la humedad de tu habitación hundiéndose al final del día, en unas manos entumecidas por el invierno que no se cansan de escribir acerca de cosas que el viento arrancó y entonces es un alfiler atravesando el cuerpo de un gatito de paño, pájaros de plumajes extraños que se disipan junto al humo de la estufas, la claridad furiosa de la mañana, una figura que el espejo se empeña en reflejar cuando te quedas a solas e insistís en abrazarme, en darme caricias sin dejar de pensar en vos, como si este cuerpo no fuera más que la extensión de otro cuerpo, al que es necesario adorarlo para aliviar su ingravidez.
Luciana Garamondi, nació en Concarán en 1990.  Se enorgullece de no haber hecho nada digno de mencionar.
 
 

domingo, 24 de abril de 2011

MILENA. LOS PADRES DE MILENA. MILENA

Por Marcos Freites
Despierto en mitad de la noche, y la veo a Milena desnuda durmiendo a mi lado. Acaricio su frente, mientras oigo su respiración casi asmática. Pienso en las nubes que dibujamos sin levantar el lápiz, en los pájaros que vienen a disputarle el maíz a las gallinas, en la primera vez que mis dedos rozaron su sexo húmedo, en un texto sobre la lluvia de Clarice Lispector, que ya no recuerdo, salvo que en alguna parte decía que la lluvia no da jamás las gracias. Me levanto, recorro el largo pasillo hasta que desemboco en la habitación de sus padres. A través de la puerta entreabierta los veo dormir. Duermen desnudos, tomados de la mano. Imagino que han muerto en mitad de un sueño erótico donde ella lo penetraba a él y vuelvo al cuarto donde duerme Milena. Me siento al borde de la cama y observo sus pechos, pequeños, enjutos, incapaces de saciar mi desenfreno adolescente. En silencio me visto, y algo al patio alfombrado de hojas secas. Enciendo un cigarrillo, contemplo con resignación las hojas del gomero bruñidas por una luz mugrienta. Unas gotas delgadas se precipitan sobre la ciudad sumergida en un silencio insoportable. Llamo a alguien a través del muro que separa las casas y no me contesta. Sé que hay alguien ahí, entre la sombras, en la casa contigua, observándome, deseoso de hablar.
Rasgando el cielo en una andanada de relámpago una tormenta se acerca. Le digo adiós al sujeto que me espía y regreso al cuarto de los padres de Milena. Me hundo en el cuerpo delgado de su madre, adivino las venitas violetas de sus pechos, redondos, blancos; recorro los muslos , dejo que mis ojos se adentren en su sexo en reposo, y permanezco ahí junto a la puerta entreabierta esperando que junto a la lluvia todo termine, deseando que este instante en que la madre de Milena parece balbucear algo en sueños sea una puerta abierta hacia el fin de esta deriva en que me poso en cuerpos que no me reconocen.
Fotografía: Bettina Rheims

sábado, 16 de abril de 2011

UN ELOGIO DE LA FUGACIDAD O LA INCONTROLABLE IMPOSTURA DE LA BELLEZA

UN ACERCAMIENTO HACIA LA INDÓMITA FUERZA DE LO EFÍMERO A PARTIR DE DOS INSTÁNTANEAS TOMADAS DURANTE EL ÚLTIMO VERANO
Por Marcos Freites

Si pudiéramos /Detener el instante/Todo sería mucho más terrible
                                           José Emilio Pacheco. "Elogio de la fugacidad".
El profesor se detiene ante la imagen, da unos pasos, deja los libros sobre el piso recién baldeado y se hunde en la fotografía. Matías suspendido en el aire. Iniciando una caída que nunca llega. El agua puede esperar. La mirada del profesor se sitúa primero en las montañas que forman parte de un decorada falso, tan ajenas a la imagen como esas nubes que surgen amenazantes, dispuestas a profundizar aún más la agonía del verano. Luego, y tras armar delicadamente un cigarrillo, sus ojos buscan el torso desnudo de Matías, sostenido por el viento que se acaba de desatar. Entonces la música empieza a inundar los pasillos. Empujadas por una brisa artificial las melodías se agrupan en cúmulos sonoros hasta formar un archipiélago estridente que pone en movimiento las imágenes. El profesor, mientras su mirada incisiva se va hundiendo en el cuerpo de Matías, busca apartar la música de sus oídos. Sabe que esos sonidos lo alejaran del sitio donde ha hecho foco, donde se refugia el narcisismo de las pequeñas diferencias. Recordar es el mejor modo de construir un muro mental ante  la música no deseada. Es en ese instante donde se desdobla, y puede verse al borde de la pileta acariciando la sombra de Matías, fosilizada en el agua. Al rozarla con el reverso de su mano comprende que la caída de ese cuerpo nunca se producirá, tal vez lo sostiene la fuerza que irradia la música al abrirse paso entre las cosas de este mundo. Una fuerza gravitatoria que oscila entre los cuerpos buscando abarcar la extensión de todos los deseos.
Las piernas de Marina. Las piernas de Marina iluminada por el vértigo de las luces. El vaso que tambalea entre sus manos. La perfección forzosa que reposa bajo el blanco del vestido, solo intuida por su mano izquierda que se apoya ahí, como para detener un ardor repentino. Vista a cierta distancia la imagen de las piernas de Marina dejan entrever algo curioso. Como si fueran la antesala disimulada antes de hallarse inmerso en el goce más explícito. Una instancia que solo puede ser alcanzada recorriendo esas piernas, adentrándose en ese abismo apenas entrevisto. El profesor se quita las gafas, y asevera, que en este caso el meollo del asunto se reduce al encanto de una chica de clase media capaz de producir en el observador algo similar al principio de la relatividad especial, pues cada observador al fijar los ojos en ella cuenta con un tiempo local y un marco espacial diferente.
Millares de chicas exhiben sus cuerpos en las redes sociales. Es una nueva forma de implantar el yo en un tiempo donde me exhibo y luego soy, explica el profesor al llegar a la mesa donde se sirven bocadillos crocantes y ser interrogado por el tímido periodista del diario regional. Pero las piernas de Marina, agrega el docente, superan el mero exhibicionismo, puesto que la imagen no formula un discurso convencional acerca de lo que es bello más bien se parecen a esos sueños que resisten toda interpretación. El cronista escucha con atención, mientras borronea con mano temblorosa una libreta de apuntes naranja.
Marina en un paréntesis de la fiesta. Marina abandona la pista por un instante, para tomar un poco de aliento. El trago a medio tomar consume la efervescencia del tiempo mientras sus piernas nos dicen que hay otro tipo de goce, una forma de placer que no puede ser fijada, que está en permanente fuga, y solo puede ser advertido en la agitación del yo.  Un yo que observa, desde una distancia muy escasa y es capaz de sentir el deleite al posar sus ojos sobre esas piernas.
Como un relámpago que nos atraviesa de improviso en medio de la oscuridad, Marina con su belleza explosiva nos embiste, un fogonazo repentino donde solo podemos entrever atisbos de una belleza efímera. Las chicas como ella liberadas de todo intento de perpetuidad deambulan entre las imágenes que diariamente nos acosan seguras de ser propietarias de nuestros desvelos. Manos donde se cobija la tibieza de un goce apenas entrevisto, piernas que se alargan evocando una sensualidad aún por descubrir, un escote perturbador que nos invita a conocer un poco más, a franquear esa barrera que impone con su sensualidad fugitiva.
El profesor mira por última vez las fotografías, prometiéndose no volver a pensar en ellas, y las lee atravesadas por las marcas que no dejan los amores inalcanzables, aquellos donde amamos en solitario, sin otra complicidad que nuestra ensoñación. Logra percibir el equilibrio entre lo pronunciado y lo omitido, entre los sugerido y lo indecible, entonces se decide a guardar definitivamente su libreta de apuntes.
El agua puede esperar. El cuerpo de Matías permanecerá en el aire, mientras continué hablándose a sí mismo en un lenguaje que sólo es entendible dentro de la imagen. Tal vez  podremos descifrar todo lo que encierra ese vuelo, recto, rígido, que se fosiliza en la retina, cuando la belleza de Marina se haya decidido por una rápido disolución antes que por un agónico ocaso o cuando la belleza termine por exiliar toda huella de deseo.

Fotografía: Cecilia Rizzo


sábado, 9 de abril de 2011

MAURO CUELLO-POEMAS-NIÑA CON PELO DE MUÑECA VIEJA

NIÑA CON PELO DE MUÑECA VIEJA

 
Camina.
Mira al cielo
Ríe.
Mira al cielo.
Tropieza
Con la mezquindad,
Que la obliga a tocar la tierra.
La saborea.
Le llama la atención.
Sus muñecas se pierden,
En juegos de cementerio.
El violeta de la piel,
Se expresa en sonrisas sin dientes,
Con ojos profundamente blancos.
Cada noche crucifica un poco más,
El ritual de tomar el té.
Acompañada de amigos de mil mundos,
Comparten pastelillos
Del más asqueroso plástico.
Abandonada en su diario
Que se escribe en la piel,
Levanta la mirada.
El cielo es sólo eso.
Cielo.
Suspira.
Toma la puerta.
Lentamente se arma
¿Hola cómo estás?
Le dice la ironía.
Son cincuenta,
Paga con cambio,
Contesta una niña
Con pelo de muñeca vieja.

EL SILENCIO, UN GRILLO Y LA NADA

En la silenciosa noche lo oscuro se ilumina
Por miedo a preguntas sin respuestas.
El grillo lo sabe y canta sin importarle.
Arriesga lo poco que ha vivido en la oscura noche.
La caverna platónica es un bar de placeres,
Que se empeña en no ser reales.
Todos se ríen en el vació de la noche.
No se distinguen.
Se conocen,
No se tocan,
Se escupen.
Y las dicotomías de la oscura luz son aceptadas
El grillo ya no canta
Se lo tragó la alimaña.
De la cual sólo se habla a la mañana,
Donde la luz es más oscura aún.

 
LA PUERTA DE SANCHO
Nunca deje la puerta abierta,
El reflejo de lo no alcanzado pudo llegar a salir.
Y mientras estaba tratando de vivir en la ceguera de lo cotidiano
Me pude llegar a preguntar.
¿Por qué?
Caí  en la cuenta de que había caído.
La puerta de casa no quiso abrir.
Y errante sin sancho mi espada se oxidó,
Adhiriéndose a esa piel que no tiene recuerdos.
Los molinos de viento se desasieron,
Fueron la ilusión de un presunto invento.
La dulcinea se reía,
Mientras su podrida carne se perdía en los abismos del mentiroso bienestar.
Y en el afán de regresar, recorté armaduras,
Enfrentando a un viejo ventilador grité por encontrar la llave.

Mauro Cuello




martes, 5 de abril de 2011

LA MIRADA DE LA CRISÁLIDA

Con palabras que levitan, Achervi busca traspasar con sus ojos de rayos X una realidad distante que algunos llaman mundo. Así, como un telar, mezcla los hilos poéticos en su proximo libro "La Mirada de la Crisálida" que será editado por Magma ediciones. 

OBERTURA 
De aquella muerte hablada
en conocimiento natural
de hojas que pasan derribadas
entre subterfugios dignos
de llamarse tiempo:
si la corteza misma
cromatiza el espectro
como halos bucólicos
de mantos legítimos,
si más aún
el ambiente constituye
pelambres de la mirada,
y aquélla
una vida felina
que zarpa
y omite
las gemas
de hiervas cristalizadas;
por un instante
del claroscuro,
por plenitudes que horadan
la poética
conversada
en aires;
por el nacimiento
que se dispersa
en hojas de crisálidas
detenidas
en secuencias…


Luciano Achervi. 


Pintura: Edward Hooper