Por Ariel Mardone
Iba a escribir sobre todo lo que pasó esta semana en que
casi no me moví de la cama, pero algo me detuvo en el preciso momento en que
estaba por escribirle una elegía a una de esas muchachitas que mueven con
gracia el culo en televisión. Tuve la
impresión de que algo parecido a una aguja se incrustaba en mi cerebro
provocándome un dolor adictivo, entonces pensé que sería errar el disparo
escribir acerca de las chicas que bailan a la hora de la cena, de los
reencuentros en vivo y directo o de los
proyectos mesiánicos del hombre del chaleco azul.
Pensé casi al pasar en las chicas que van a la peatonal,
en sus sonrisas perfectas, en las pesadillas que las deben acosar cuando están
solas y desnudas en sus casas lujosas. Pude verlas sentadas, hablando a los gritos,
enviando infinidades de mensajes de textos, preocupadas por conseguir el último
adefesio tecnológico, y sentí nostalgia por esos tiempos en que íbamos a
matarnos a palos contra los de la industrial o convencíamos a alguna chica de
la Bazán para que fuéramos a atracar a la placita que está junto al
cementerio. Pero ya saben en estos
tiempos la nostalgia es un desatino.
Emil Cioran afirmaba que cuando se está predestinado a la nostalgia todo lo que no contribuya a ella
apenas cuenta.
Sobre todo ahora que las cosas se están poniendo raras,
ya no resultan amigables los rostros familiares. Debe ser la paranoia que
invade a los hombres cuando se acercan a los treinta. Debe ser esa canción
idiota que habla del corte de pelo del diablo.
Llevo un par de horas dormitando en el suelo de mi
habitación. Hace un rato fui a tomar al
baño. Por la ventana se veía la ciudad como un cráter soplado por el viento. Me
empecé a perseguir con unas mujeres de uniforme verde que desde ayer están
paradas frente a la entrada de mi casa. Estuve nervioso, haciendo zapping, incapaz
de pensar en nada que no fuera en los ojos de esas mujeres. Las he visto antes,
de eso estoy seguro. Tal vez fue en el cumpleaños de mi primo. Se había dejado
caer toda la taquería. El setenta y
cinco por ciento de los invitados eran polis y la mitad de ellos estaban
armados. Hubo uno que me empezó a hacer preguntas raras. Estaba en el patio
tratando de comunicarme con el Pila para que me consiguiera algo, entonces este
tipo se acerca y me pregunta si fumo. Me molestó la forma en que me miraba
cuando hacía las preguntas. Todos los polizontes miran igual cuando interrogan:
fijo, sin pestañear, buscando inhibir al enemigo, ponerlo nervioso, arrancarle
la coraza protectora. Eso debe ser lo primero que te enseñan en la academia. No
me acuerdo cómo me zafé. Después ocurrieron algunas cosas. Todo en un rápido parpadeo se pervirtió. Recuerdo
a mi hermana desnuda, llorando, balbuceando plegarias en un idioma extraño. Más
allá unos hombres azotaban un niño. Por las grietas de la pared manaba un
líquido oscuro y viscoso. La persiana dejaba pasar un rayo de sol hiriente.
Todo se parecía a una vieja película.
Intenté salir, escapar de casa, pero algo me retuvo. Una fuerza que no era de
este mundo. Un poderío sobrenatural que arreciaba contra mi cuerpo condenándolo
a la reclusión. Traté de espantarlo dando largos alaridos, rezando, implorando
por misericordia. Así estuve horas hasta que caí exhausto. Entonces pasé en
cama una semana, sin ganas de ver a nadie, y ahora estoy tratando de ponerme de
pie. Por eso me quedo muy quieto frente a la ventana, observo los árboles de la
calle, las mujeres de chaleco verde están en la entrada de la casa enfrente, y
no sé porqué pienso en el mar, en su inmensidad, y todo parece desnudarse, de
repente se descorre el velo, y recobró cierta lucidez, puedo comprender la
oscuridad extendiéndose lentamente, puedo vislumbrar la velocidad del frío, y
creo que tal vez valió la pena el encierro, que la fuerza que me invadió en esos
días no fue otra cosa que un ejercicio retórico, una de esas chanzas que dios
nos prodiga para burlarse un rato de nosotros.
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