martes, 21 de febrero de 2012

SIEMPREVIVA O NARANJAS AL ATARDECER

Por  Gabriel Funes, El Milagro, San Luis 

Llovía tanto, como si se fuera a caer el cielo. El agua oscurecía la huella.  Uno tras otro venían los carros dando sacudones. Como tartamudeando bajo el aguacero. El Pitanga los alcanzó a divisar desde arriba de la loma. Había salido a ver una vaca que estaba parida en el bañado donde cayó muerto Carlos Saúl. ¿Se acuerda? Eso fue antes que empezarán los incendios. Como le decía, el Pitanga vio los carros y bajo hecho un humo a avisarme. Nos pusimos unos guarapones para la lluvia, cargamos la escopeta y salimos a pispiar. En eso a uno de los carros se le trancó la rueda en un pedregal, el caballo tiró, tiró con tanta fuerza que el eje terminó por ceder. Dio una vuelta en el aire el carro, y como si hubiesen estallado, salieron de a montones las naranjas. La lluvia pareció largarse con más ímpetu. Como pudieron los hombres acomodaron la carga y siguieron viaje a los sacudones.  Panza abajo, tras las jarillas lo observamos todo con el Pitanga. Cuando se fueron juntamos en una bolsa de arpillera las naranjas que no habían recogido.
Los niños se pusieron como locos cuando nos vieron llegar con la bolsada de naranjas. Sabrá usted que acá la fruta es escasa. Sólo frutos silvestres. Esas cosas, vio. Acá en las casas tenemos unos naranjos, pero no dan nunca. Eso que florecen. Debe ser por las heladas. Lo que es bajo asienta con todo la escarcha.  Los niños, sobre todo los más grandes, Amílcar y Lorenzo, se ilusionaban con que algún día el árbol estuviera lleno de naranja. Pero nunca resultaba. Nunca resulta. Eso de los sueños: son puras macanas. Ilusiones que les meten en el colegio con fórceps a los pobres. La cosa es que el Amílcar a la noche no tuvo mejor idea que agarra las naranjas y colgarlas en el árbol. Al otro día, apenas amaneció los tres se despertaron y se pusieron a dar vueltas alrededor del naranjo. Parecía que la felicidad se les había ganado en las entrañas. Y eso que antes tenían temor de arrimarse al naranjo, porque ahí había ahorcado al perro chico cuando lo encontré comiéndose los huevos d la pava.
Pasaban los días y ahí estaban las naranjas brillantes como si acabaran de madurar. Era un prodigio verlas: sobre todo cuando el sol empezaba a esconderse. Una tarde pasó con una tropilla de burros la hija de Don Godoy, y se paró a mirar las naranjas. Ya se salían los ojos de la sorpresa. Apenas llegó a la casa, parece que le contó al viejo, y ahísito no más se vino con tres bolsas a pedir naranjas. Cuando le conté que era una travesura de los niños se me puso triste y pegó la media vuelta. La gente parece respirar ayudada por las ilusiones. Le gusta ir engañando a la realidad. Hasta que se le hace vicio, y ya no ve el suelo que está pisando. ¿Me entiende?
Como al cuarto día, cuando las lluvias habían empezado de nuevo, Rufino, el más chico vino con el cuento de que el árbol se había apropiado de las naranjas. Déjate de macanear, le dijo y él siguió insistiendo, jurando que ya no estaban agarradas por hilos, sino por un tallo verde, lustroso. Ahora sí le pertenecen al árbol, me decía y daba saltos de felicidad. Con la vieja ya nos había desvestido para echarnos una siesta, por eso no me levanté a dar un vistazo.
Al otro día me despertaron los llantos de los niños. Arrodillados bajo el árbol, sostenían un puñado de naranjas podridas. Corría un viento helado de las sierras, y las naranjas que todavía colgaban del árbol estaban resecas: como si fueran el casco de una pelota que se acaba de reventar. No quedaban más que unos colgajos malolientes de aquellas naranjas esplendorosas que podían robarle el color al sol. Lo que sí relucía era el naranjo. Parecía bruñido. Nunca lo volví a ver con ese verdor. Como si hubiese sido de repente despojado de un conjuro.


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