Por Jimena Pascutti
Uno
Siempre estuvimos cerca sin poder tocarnos. Observándonos detrás de los libros que leíamos a escondidas en el sótano del Partido Comunista. El amor no era un sentimiento en aquellos días sino algo que intentábamos decirnos sin encontrar nunca las palabras. Fue, como todas las cosas a mediados de los noventa. Los sobresaltos se sucedían uno tras otro, no había forma de freezar el tiempo. Rubén Rogelio Almada y su inteligencia, exuberante, estaban ahí, entre mis cosas y yo, entre Rodrigo-así se llamaba el tipo con el que cogía-, Weber y yo. Intentaba aprobar Sociología I, mientras Almada me susurraba sobre lo cercano y lo lejano, como quien le entrega plegarias a un dios descastado, resentido, que solo le importa objetivar, alejarse del objeto para comprenderlo. Todavía lo recuerdo con un cigarrillo leyendo Mil Mesetas, o en la entrada de la sede del PC tomando una petaca, explicándole a los bisoños integrantes del Movimiento juvenil que Lenin y Trotski instalaron los primeros campos de concentración. Le prepararon el camino al genocida Stalin, decía y su voz se parecía al grito interior de una crisis, algo que se aprestaba a abandonarnos en el momento justo que levantábamos los pies para no ser mojados por la próxima ola.
Dos
Hace un tiempo me deshice de todo el pasado. Dejé de frecuentar los viejos amigos y evite detenerme en la mayoría de los recuerdos. Por último arrojé al río el espejo en el que mi rostro se había reflejado durante casi dos décadas, en el que había asistido con espanto a la llegada de la adolescencia, en el que había visto desnudo el cuerpo de Almada tras una noche desenfrenada de alcohol y Ribotril. Había pertenecido a mi abuela, una señora piamontesa que vivió para tener hijos y más hijos, luego a mi madre que lo trajo en la última mudanza de Ingeniero White. Cuando era niña solía observar aquella superficie pulida en la que al incidir la luz, se refleja según las leyes de la reflexión, pensaba en las almas que podrían haber quedado aprisionadas en el cristal, en la infinidad de rostros, cuerpos que se han reflejado a lo largo del tiempo, y sentía unos deseos irreprimibles de acabar con esa sucesión de imágenes falsas, de vanidades encadenadas, con toda esa nostalgia que irradiaba recordándome la mortalidad.
Tres
Nací a principios de los ochenta, acunada por el plan austral, y no sabría decir que me asusta más: si vivir en un país donde inexorablemente cada diez años asistimos a una catástrofe, o sobrevivir reducida a meros reflejos, después de todos, somos lo que refleja el espejo, lo que ven los otros. Primero te miran, luego te escuchan, decía mi madre. Siempre me pareció imposible comprender mi vida fuera de la mirada de los demás, así crecimos incapaces de permanecer alejados de ese otro espejo que es la televisión. Conocemos con creces la vida de Susana Gimenez, mientras que de Philip K. Dick apenas sabemos un par de cosas. La televisión ha edificado nuestro presente, a lo largo de las últimas dos décadas Marcelo Tinelli ha estado con nosotros, para acompañarnos con su humor simplón, barrial, del lugar común, para bien o para mal. Muchos de nuestros compañeros de generación, han recibido a través de la pantalla de un televisor la educación sentimental, por lo tanto cogen, discuten, hablan por teléfono como en la televisión.
Hace unos años estuvo con un tipo, de esos que eligen el mismo camino que sus padres, sus abuelos y sueñan con continuar ad infinitum con la empresa familia. El tipo que toda madre posesiva desearía como yerno. El punto es que cuando fuimos a coger se cubrió de la cintura con una sábana blanca de la cintura para abajo, y trató de metérmela/o de la manera más convencional. Asqueada acabé, y jamás lo volví a llamar.
Cuatro
A principios de los dos mil, Almada decía que por cada lector que moría inevitablemente nacía un espectador. Para esa época había terminado con Nicolás, y para olvidarlo por completo, me recluí en Las Lajas en una casa aledaña a la del poeta. Nos enviábamos mensajes a través de papelitos, que arrastraba minuciosamente el agua de la acequia.
Una noche Almada, como un ladrón entró en mi habitación por la ventana. Se sentó en la cama con las manos en la cabeza. ¿Estás viva o no? ¿No hay nada en tu cabeza?, musitó por lo bajo y desabrochó su camisa, luego miró con repulsión la imagen delgada que irradiaba el espejo. Recordé la escena de un campo de batalla tras una lucha encarnizada, vi los hombres tendidos en la hierba a través de una oscuridad, profunda, espesa. Respiré hondo, y aparté los recuerdos a un costado, y miré en torno, nerviosa, como si la presencia de aquel hombre viniera a quitarme, algo que había atesorado con inexplicable fruición. Tranquila, dijo Almada, el momento es propicio, trataré de excitarte con caricias que aún cuando son irreprochables, no son deseadas. Me besó con ternura, acarició mi cuello, luego descendió, demorándose en los pechos, hasta llegar al ombligo. Entonces encendió la luz, me dio un beso protector y se alejó bajando por las escaleras.
Cinco
Tras arrojar el espejo a las aguas nauseabundas del río, manejé tres horas antes de volver a casa. Conduje hasta Las Lajas, acompañada por un mochilero que había leído Weber para principiantes, y trataba de explicarme el espíritu del capitalismo como los hábitos, las ideas que favorecen la búsqueda racional de ganancias. Cuando se refirió al heroísmo empresarial, le pregunté en que parte se conseguía marihuana. Hay pocos placeres comparables con el de viajar con un extraño cuando está anocheciendo, por una ruta desolada, tratando de olvidar todo lo que arrojó la última ola. Pero al final todo viaje es un recuerdo con los ojos hacia adelante, eso pensé cuando la lluvia arreciaba sobre la carpeta asfáltica. Después de todo, esto que escribo, tal vez no sea más que una versión de lo que soy, de lo que fui, el reverso de una vida ahogada en un presente continuo, donde todos los días trato de convencerme que voy a cambiar, y en todos estos años, lo único que ha mutado en mí, es la forma de coger, eso lo supe mientras esperaba que cambiara la luz rojo del semáforo.
Al llegar a casa supe que no tenía más que palabras y decir esto, decirlo acosada por el exilio de las cosas que tuve y perdí, es decir que eliminé todo lo que me ataba a un tiempo, a un lugar, donde ya no me reconozco.
Al llegar a casa supe que no tenía más que palabras y decir esto, decirlo acosada por el exilio de las cosas que tuve y perdí, es decir que eliminé todo lo que me ataba a un tiempo, a un lugar, donde ya no me reconozco.
Fotografía: Mendoza Sanz
No entiendo a que te refieres. Es todo un pavoneo con Almada.¿Es un escritor? Me aburrió.
ResponderEliminarno entiendo la razón de blog como estos. mejor sigo con rhonda y sus secreto, es mejor por eso casi sale 100 pesos y SElkis es gratis
Neni
SÉ TÚ JIMENA.
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