Mark Ryden
Había empezado a divisar cómo aquellas sombras instantáneas de un camino podían convertirme en devoto de todo sendero yermo.
Cercenado entre aplausos del alba estertóreos, ubiqué mis primeras huellas por donde la luz izaba su halo, conmemorando la bienvenida de la remota creencia ligera. Giré en torno a ella al escapar por momentos de las extrañas sensaciones que presagiaban; al igual que ella rutiló los espectros longevos de un mediodía tiznado en verdores míticos.
Se acercó y preguntó mi nombre. Antes, observó la habitación detenidamente; su rostro ornamentado de una bermejidad bizarra, aunque común de ella, presentaba ademanes literales de una canción, sin verso que rimara en toda su descripción corporal; la comisura de sus labios estremecía los latidos esporádicos de miríadas de árboles frutales del lugar, sus extremidades acompasaban la melodía del gorjeo silvestre, mientras la bruma en aquella reminiscencia databa de mil organismos hacedores de todo un mismo anhelo, llevando en absoluto lo que a su paso miraba.
Luciano López
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